Debates encendidos en el Congreso, movilización nacional contra el Plan de Desarrollo, ásperos enfrentamientos en las redes sociales… Un escenario que mete miedo, y que lleva a que desde prácticamente todos los lugares del espectro político se llame a luchar contra la polarización.
Ni los llamados, ni los diagnósticos que los alimentan, me cuadran. Creo que apelan a un mundo de cordialidad y de buen entendimiento del que pocas veces, quizás nunca, hemos disfrutado los colombianos, y plantean soluciones irreales a problemas que merecen ser nombrados de manera distinta. Me parecen, en fin, una nostalgia por un pasado que nunca ocurrió.
Parto, para decir esto, de tres constataciones. Primero, “polarización” significa que cada fuerza va hacia los extremos. “Dirigirse las ideas u opiniones de un grupo humano hacia polos opuestos”, dice el diccionario de María Moliner. No veo evidencias de que eso esté ocurriendo en Colombia. Tenemos una fuerza muy radical, así como múltiples crispaciones entre diversos actores políticos; pero nada que muestre que, aparte del Centro Democrático, alguien con un número significativo de votos esté planteando un programa muy extremo. Como preví hace rato —contra la valiosa opinión de varios analistas—, la guerrilla desmovilizada se corrió también hacia el centro, cosa que reputo muy positiva; pero eso no ha desactivado nuestras brutales tensiones. Entre otras cosas porque ellas no se deben a la “polarización”, sino a fenómenos bien diferentes.
En segundo lugar, y aquí ya empiezan a notarse los efectos de las trampas de la nostalgia, ¿qué clase de debate está reemplazando el que contemplamos hoy? La respuesta es simple y un poco brutal: un debate caracterizado por la coexistencia entre política competitiva y violencia, que permitía el uso de la fuerza física contra el otro. Lamento recordarlo: esa fue una de las marcas de fábrica de nuestro centrismo al menos desde los 80. Durante décadas tuvimos a políticos que no se insultaban mucho pero que en cambio se baleaban, a menudo por interpuesta persona; de pronto no hacían lo primero precisamente porque existía la posibilidad de que ocurriera lo segundo. Es por esa trayectoria que las declaraciones del senador Uribe son tan terriblemente venenosas: prefiero a un hombre armado en el monte que a un sicario hablando, etcétera, etcétera. Palabras monstruosas que podrían costar litros de sangre colombiana: pero no estúpidas. Porque de alguna manera —a la manera de Uribe— apuntan a importantes transformaciones que han tenido lugar en el sistema político colombiano.
Y esto me lleva a la tercera constatación. Nuestro sistema político sí ha cambiado de manera muy sustancial, sobre todo desde 2002. No creo que esto se comprenda tan claramente, porque a los pocos eventos que voy sigo oyendo el disco habitual: “Tenemos los mismos con las mismas”. ¡No! ¡Claro que no! Contamos ahora con un voto de derecha nítido y otro de izquierda. Nada semejante existía hasta hace menos de dos décadas; muy pocos se atrevieron a imaginar que podría haber ocurrido. Y los centristas de hoy vienen en muchas presentaciones. Dicho de otra manera, el centro no sólo se ha encogido sino que se ha fracturado en mil pedazos. Hoy incluye desde “tibios” programáticos hasta miembros del liberalismo y el conservatismo, algunos muy enérgicos y furiosos, todos muy distintos entre sí, a menudo compitiendo por los mismos votos.
¿A qué les suena todo esto? ¿No les viene alguna expresión a la cabeza? A mí sí: esto es política programática. La realmente existente. La política a la que todo el mundo aspiraba apasionadamente como la solución de nuestros problemas. No: no es linda. Pero acaso sea más adulta, ciertamente menos sangrienta hasta el momento, que la otra. En lugar de suspirar por un pasado que nunca fue, creo que valdría la pena tratar de entender esta política concreta, cuya realidad es en todo caso irreversible, y pensar cómo encuadrarla dentro de marcos básicos de interacción civilizada.
Debates encendidos en el Congreso, movilización nacional contra el Plan de Desarrollo, ásperos enfrentamientos en las redes sociales… Un escenario que mete miedo, y que lleva a que desde prácticamente todos los lugares del espectro político se llame a luchar contra la polarización.
Ni los llamados, ni los diagnósticos que los alimentan, me cuadran. Creo que apelan a un mundo de cordialidad y de buen entendimiento del que pocas veces, quizás nunca, hemos disfrutado los colombianos, y plantean soluciones irreales a problemas que merecen ser nombrados de manera distinta. Me parecen, en fin, una nostalgia por un pasado que nunca ocurrió.
Parto, para decir esto, de tres constataciones. Primero, “polarización” significa que cada fuerza va hacia los extremos. “Dirigirse las ideas u opiniones de un grupo humano hacia polos opuestos”, dice el diccionario de María Moliner. No veo evidencias de que eso esté ocurriendo en Colombia. Tenemos una fuerza muy radical, así como múltiples crispaciones entre diversos actores políticos; pero nada que muestre que, aparte del Centro Democrático, alguien con un número significativo de votos esté planteando un programa muy extremo. Como preví hace rato —contra la valiosa opinión de varios analistas—, la guerrilla desmovilizada se corrió también hacia el centro, cosa que reputo muy positiva; pero eso no ha desactivado nuestras brutales tensiones. Entre otras cosas porque ellas no se deben a la “polarización”, sino a fenómenos bien diferentes.
En segundo lugar, y aquí ya empiezan a notarse los efectos de las trampas de la nostalgia, ¿qué clase de debate está reemplazando el que contemplamos hoy? La respuesta es simple y un poco brutal: un debate caracterizado por la coexistencia entre política competitiva y violencia, que permitía el uso de la fuerza física contra el otro. Lamento recordarlo: esa fue una de las marcas de fábrica de nuestro centrismo al menos desde los 80. Durante décadas tuvimos a políticos que no se insultaban mucho pero que en cambio se baleaban, a menudo por interpuesta persona; de pronto no hacían lo primero precisamente porque existía la posibilidad de que ocurriera lo segundo. Es por esa trayectoria que las declaraciones del senador Uribe son tan terriblemente venenosas: prefiero a un hombre armado en el monte que a un sicario hablando, etcétera, etcétera. Palabras monstruosas que podrían costar litros de sangre colombiana: pero no estúpidas. Porque de alguna manera —a la manera de Uribe— apuntan a importantes transformaciones que han tenido lugar en el sistema político colombiano.
Y esto me lleva a la tercera constatación. Nuestro sistema político sí ha cambiado de manera muy sustancial, sobre todo desde 2002. No creo que esto se comprenda tan claramente, porque a los pocos eventos que voy sigo oyendo el disco habitual: “Tenemos los mismos con las mismas”. ¡No! ¡Claro que no! Contamos ahora con un voto de derecha nítido y otro de izquierda. Nada semejante existía hasta hace menos de dos décadas; muy pocos se atrevieron a imaginar que podría haber ocurrido. Y los centristas de hoy vienen en muchas presentaciones. Dicho de otra manera, el centro no sólo se ha encogido sino que se ha fracturado en mil pedazos. Hoy incluye desde “tibios” programáticos hasta miembros del liberalismo y el conservatismo, algunos muy enérgicos y furiosos, todos muy distintos entre sí, a menudo compitiendo por los mismos votos.
¿A qué les suena todo esto? ¿No les viene alguna expresión a la cabeza? A mí sí: esto es política programática. La realmente existente. La política a la que todo el mundo aspiraba apasionadamente como la solución de nuestros problemas. No: no es linda. Pero acaso sea más adulta, ciertamente menos sangrienta hasta el momento, que la otra. En lugar de suspirar por un pasado que nunca fue, creo que valdría la pena tratar de entender esta política concreta, cuya realidad es en todo caso irreversible, y pensar cómo encuadrarla dentro de marcos básicos de interacción civilizada.