En esta elección apretadísima y vertiginosa, ha quedado poco tiempo para pensar qué significó para el país el cataclismo electoral uribista: barrida en todas las principales ciudades, reducción a su mínima expresión en territorios críticos, incapacidad de presentar candidato propio y finalmente derrota del personaje a quien escogieron, con muchas reservas y a la hora de la nona, para tratar de gobernar por interpuesta persona.
Creo que una de las lecturas posibles de este desenlace es que quedó en cuestión “el modelo” colombiano. La continuidad o no de ese modelo ha sido una preocupación central para el país en general y para ciertos círculos en particular: tuvo un lugar prominente, por ejemplo, en el debate anterior al plebiscito sobre la paz. ¿Qué significa entonces el modelo a la colombiana? ¿Será que salir de él implica terminar como Venezuela o Nicaragua?
El esbozo grosero con el que contestaría —no se puede más en una corta columna de opinión— es que el modelo colombiano ha consistido en la combinación de tres elementos. Primero, democracia representativa y pesos y contrapesos institucionales. Segundo, desigualdad social extrema y exclusiones sociales masivas. Tercero, intermediación política clientelista. En la medida en que la democracia representativa y las protecciones institucionales han ofrecido libertades y protecciones reales, las desigualdades extremas y la corrupción intrínseca al clientelismo han tenido que protegerse con dosis muy altas de violencia. Lo que a su vez ha hipertrofiado el poder de ciertas élites rurales y oligarquías territoriales, que tenían las proclividades adecuadas, una larga tradición de solucionar problemas a sangre y fuego, y una ágil disposición para articular sus negocios —ya en el mejor de los casos, semilegales— con el narco. El Ñeñe Hernández quizás sea el mejor símbolo de la clase de personaje que se convirtió en una de las clientelas estelares —de las más poderosas— de nuestras políticas de seguridad.
Por eso, el resultado rarísimo de nuestra trayectoria histórica ha sido que el país aprueba la materia de democracia liberal y en cambio pierde estrepitosamente la de protección de la vida. Parlamento, tribunales y muertos a granel: ese es el balance. El uribismo en la versión de Duque llevó esto al paroxismo, ofreciendo cada vez menos democracia, cada vez menos respeto a la ley, al Congreso y a los jueces (a quienes tiene que atacar para que parte importante del equipo dirigente de su partido no termine en la cárcel) en medio de un in crescendo de violencia. Al encarnar de manera trágica y a la vez caricaturesca lo peor del modelo colombiano, lo ha desacreditado de una manera aparatosa (ojo: no necesariamente irreparable, la vida da muchas vueltas).
Creo que ese resultado es muy, muy positivo; de hecho, uno de los pocos saldos a favor que quedan de esta administración nefasta. El gobierno de Duque mostró que el modelo es invivible no sólo para todos aquellos que han sufrido atropellos inenarrables, sino para muchos sectores de la población que quieren vivir y producir y desenvolver sus vidas en medio de la legalidad y la tranquilidad. La solución no es, ciertamente, la destrucción del aparato productivo. Sino rescatar lo de positivo que tenga nuestra tradición, dando origen a inclusiones sociales reales y procesando institucionalmente las demandas sociales en lugar de responder a ellas con bala.
La mala noticia es que esta operación, aunque suene muy rectilínea —quedarnos con el equilibrio de poderes y el Estado de derecho y deshacernos de las dinámicas homicidas—, no es para nada fácil. Requiere trabajo en equipo, ingenio, paciencia. En compensación, hay dos buenas noticias. Primero, existen muchísimas variedades de trayectorias de desarrollo y desenlaces menos asfixiantes y violentos que el nuestro. No: nunca estuvimos frente a la disyuntiva Duque o Maduro. Segundo, varios países, quizás con menos recursos humanos y materiales que nosotros, han podido hacer el tránsito de modelos de desarrollo catastróficos o prohibitivamente costosos a otros mejores.
En esta elección apretadísima y vertiginosa, ha quedado poco tiempo para pensar qué significó para el país el cataclismo electoral uribista: barrida en todas las principales ciudades, reducción a su mínima expresión en territorios críticos, incapacidad de presentar candidato propio y finalmente derrota del personaje a quien escogieron, con muchas reservas y a la hora de la nona, para tratar de gobernar por interpuesta persona.
Creo que una de las lecturas posibles de este desenlace es que quedó en cuestión “el modelo” colombiano. La continuidad o no de ese modelo ha sido una preocupación central para el país en general y para ciertos círculos en particular: tuvo un lugar prominente, por ejemplo, en el debate anterior al plebiscito sobre la paz. ¿Qué significa entonces el modelo a la colombiana? ¿Será que salir de él implica terminar como Venezuela o Nicaragua?
El esbozo grosero con el que contestaría —no se puede más en una corta columna de opinión— es que el modelo colombiano ha consistido en la combinación de tres elementos. Primero, democracia representativa y pesos y contrapesos institucionales. Segundo, desigualdad social extrema y exclusiones sociales masivas. Tercero, intermediación política clientelista. En la medida en que la democracia representativa y las protecciones institucionales han ofrecido libertades y protecciones reales, las desigualdades extremas y la corrupción intrínseca al clientelismo han tenido que protegerse con dosis muy altas de violencia. Lo que a su vez ha hipertrofiado el poder de ciertas élites rurales y oligarquías territoriales, que tenían las proclividades adecuadas, una larga tradición de solucionar problemas a sangre y fuego, y una ágil disposición para articular sus negocios —ya en el mejor de los casos, semilegales— con el narco. El Ñeñe Hernández quizás sea el mejor símbolo de la clase de personaje que se convirtió en una de las clientelas estelares —de las más poderosas— de nuestras políticas de seguridad.
Por eso, el resultado rarísimo de nuestra trayectoria histórica ha sido que el país aprueba la materia de democracia liberal y en cambio pierde estrepitosamente la de protección de la vida. Parlamento, tribunales y muertos a granel: ese es el balance. El uribismo en la versión de Duque llevó esto al paroxismo, ofreciendo cada vez menos democracia, cada vez menos respeto a la ley, al Congreso y a los jueces (a quienes tiene que atacar para que parte importante del equipo dirigente de su partido no termine en la cárcel) en medio de un in crescendo de violencia. Al encarnar de manera trágica y a la vez caricaturesca lo peor del modelo colombiano, lo ha desacreditado de una manera aparatosa (ojo: no necesariamente irreparable, la vida da muchas vueltas).
Creo que ese resultado es muy, muy positivo; de hecho, uno de los pocos saldos a favor que quedan de esta administración nefasta. El gobierno de Duque mostró que el modelo es invivible no sólo para todos aquellos que han sufrido atropellos inenarrables, sino para muchos sectores de la población que quieren vivir y producir y desenvolver sus vidas en medio de la legalidad y la tranquilidad. La solución no es, ciertamente, la destrucción del aparato productivo. Sino rescatar lo de positivo que tenga nuestra tradición, dando origen a inclusiones sociales reales y procesando institucionalmente las demandas sociales en lugar de responder a ellas con bala.
La mala noticia es que esta operación, aunque suene muy rectilínea —quedarnos con el equilibrio de poderes y el Estado de derecho y deshacernos de las dinámicas homicidas—, no es para nada fácil. Requiere trabajo en equipo, ingenio, paciencia. En compensación, hay dos buenas noticias. Primero, existen muchísimas variedades de trayectorias de desarrollo y desenlaces menos asfixiantes y violentos que el nuestro. No: nunca estuvimos frente a la disyuntiva Duque o Maduro. Segundo, varios países, quizás con menos recursos humanos y materiales que nosotros, han podido hacer el tránsito de modelos de desarrollo catastróficos o prohibitivamente costosos a otros mejores.