Ya ven ustedes: el profesor izquierdista Pedro Castillo finalmente llegó al poder en el Perú después de darle seguridades al “mercado”, pidiendo al presidente del Banco Central que se quedara en su puesto y explicando que no quería convertir a su país en una nueva Venezuela. En paralelo, el “sistema” le dio a su manera una suerte de bienvenida: El Comercio, el diario que equivaldría a El Tiempo de allá, había finalmente decidido que ya estaba bueno de demandas fujimoristas para trancar el acceso al poder a Castillo. Mientras tanto, los Estados Unidos se apresuraron a declarar que estaban “ansiosos” por empezar a colaborar con él.
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Ya ven ustedes: el profesor izquierdista Pedro Castillo finalmente llegó al poder en el Perú después de darle seguridades al “mercado”, pidiendo al presidente del Banco Central que se quedara en su puesto y explicando que no quería convertir a su país en una nueva Venezuela. En paralelo, el “sistema” le dio a su manera una suerte de bienvenida: El Comercio, el diario que equivaldría a El Tiempo de allá, había finalmente decidido que ya estaba bueno de demandas fujimoristas para trancar el acceso al poder a Castillo. Mientras tanto, los Estados Unidos se apresuraron a declarar que estaban “ansiosos” por empezar a colaborar con él.
No: no auguro prematuramente maravillas o ríos de leche y miel para el Perú. Todo puede terminar saliendo mal. Castillo, que no necesariamente es el energúmeno que muchos han querido pintar pero que obviamente no conoce el Estado, podría resultar siendo un paquete o un abusón. Quizás los Estados Unidos se decidan a hostilizarlo si adopta un camino decididamente reformista. Los despelotes políticos peruanos no han parado y son fuente de toda clase de inestabilidades.
Hecha esta advertencia, debo decir que el miniepisodio que estoy describiendo se acerca bastante a lo que podríamos llamar un “final feliz” en los tiempos que corren. Un final feliz fracturado, parcial, inestable, sin buenos claros, con muchos malos, como sucede en la historia humana real (y no en las películas de Disney).
Todo esto, en contra del desastre que predeciría cierto lugar común autodestructivo que se ha vuelto estándar en Colombia. Primero, en Perú sí que hay polarización genuina: mucho más que en Colombia. Castillo es apoyado por sindicatos de maestros cuya cercanía ideológica a ni más ni menos que Sendero Luminoso no es un secreto para nadie. Su rival, Keiko Fujimori, es, como también sabe todo el mundo, la encarnación de un proyecto autoritario de derecha. Segundo, los partidos peruanos son una desgracia. Déjenme sacarme aquí un pequeño clavo: hace mucho dije que el sistema político de Perú —un país al que le tengo profundo afecto y al que me vanaglorio de conocer un poco— había entrado en un período de destrucción sin reconstrucción a la vista. La trayectoria política peruana parece corroborar este diagnóstico. Cada nueva elección trae nuevos protagonistas, nuevas siglas, nuevos ganadores. El fujimorismo desestabilizó de manera duradera el sistema político. Hasta el APRA —cuya consigna entusiasta era precisamente “el APRA nunca muere”— entró en declive, simbolizado por el terrible suicidio de su líder Alan García. Tercero, el país se debate en medio de incertidumbres y exclusiones territoriales y sociales sin resolver.
Y sin embargo, oyeron el veredicto de las urnas… También los gringos. Contrariamente a la historieta que nos cuentan todos los días aquí, si gana la izquierda o simplemente alguien que no sea su primera preferencia, no van a patear el tablero ni se van a ir. Lo mismo se puede decir de “los mercados”. Van a negociar garantías, políticas, orientaciones. Como con Castillo. La reacción estadounidense me trajo a la cabeza de inmediato el lúcido comentario del economista coreano Ha-Joon Chang: muchas veces es más fácil apelar al autointerés ilustrado que a la convicción doctrinaria, que puede volverse una costra cerrada a todo estímulo externo. Tanto la potencia del norte como otros actores —apoyos, rivales— parecen haber aprendido algo de experiencias anteriores, que no produjeron soluciones constructivas para nadie.
Para salirse de ciclos de guerra y evolucionar, hay que aprender. Lo que, a su vez, exige usar los sentidos. Eso explica el título de esta columna, que usa mi identidad regional para celebrar nuestra independencia nacional (algo, por lo demás, muy colombiano). La negativa a mirar o a oír lo que no nos gusta, la simple negación de lo otro, es la forma más destructiva de uso del poder, la garantía de mantenernos en la violencia autista y la guerra sin fin.