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Pasó un nuevo 20 de julio. La fecha trae consigo toda una parafernalia de desfiles y despliegues de fuerza que, se supone, deben hinchar nuestro pecho de orgullo. Sin ser un entusiasta de estas puestas en escena, tampoco las deploro. Al fin y al cabo, conseguimos la independencia por medio de la fuerza, ¿no? ¿Se acuerdan de la famosa frase de Santander? “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. Una vez más: no es necesario estar totalmente de acuerdo con ella para darse cuenta de que no se puede calificar como una estupidez.
Así que, en medio de las dudas, en un mundo al borde de un ataque de nervios y en un país que lleva lustros angustiándose por su propia identidad (piensen no más en la expresión “colombianadas”), de pronto el 20 de julio pueda convertirse en un excelente pretexto para preguntarnos para dónde queremos ir. Eso puede ser de ayuda: parecería que nos llenamos de personas, muchas de ellas bastante meritorias, que tienen muy claro qué detestan pero no qué les gustaría que hiciéramos (y fuéramos). En estos años se ha abierto toda una serie de posibilidades, ¿pero cómo y para qué aprovecharlas?
Un ejemplo elocuente de esto es el siguiente. De los varios personajes que han caído recientemente bajo el escrutinio de la opinión pública, quien está de lejos acusado de los peores cargos es el general Zapateiro. Lo que se ha planteado es gravísimo (va desde corrupción hasta asociación con paramilitares). Más aún: desde mi perspectiva, incluso si las denuncias resultaran falsas, Zapateiro va en contravía de todo lo que debería ser un alto oficial de nuestra fuerza pública. No basta sino recordar su sentido elogio a Popeye (no a nombre propio, sino de las fuerzas a las que representaba), sus actuaciones erráticas, sus justificaciones de violencias inauditas contra la población civil, sus veleidades (por ahora) vagamente autoritarias, en fin, su grotesca falta de majestad republicana y de dignidad institucional. Solo para nombrar algunas de sus actuaciones que no necesitan prueba, porque fueran absolutamente públicas. Zapateiro representa en muchos sentidos todo lo que no quiero para las relaciones entre civiles y militares en este país.
¿Pero qué es entonces lo que quiero para tales relaciones? ¿Se han hecho esta pregunta? ¿No es tan fácil de responder, cierto? Un primer acercamiento a la respuesta quizás pueda lograrse profundizando un poco en las características del ejemplo negativo. Pertenece a un mundo y fue cooptado por unas corrientes políticas, para quienes Colombia puede ser gobernada a bala. El Ejército y la Policía deben proveer seguridad a las gentes de bien y a la “estrella polar” (a propósito, los observadores atentos en los Estados Unidos podrán notar cómo esta señal pública de adhesión servil va con gran frecuencia de la mano de íntimas asociaciones con el narcotráfico. No es casual). Los demás quedan por fuera de la foto o son blancos de la “violencia legítima”.
El país, para alcanzar alguna viabilidad, tiene que salir de ese esquema. Eso es patente hasta en la calidad del personal político que brama y vocifera para mantenernos allí: sus mensajes no pasan del “ajúa” o de la frívola ferocidad del nietecito de Laureano. Pero también los patrones del voto han cambiado de manera sustancial. Hoy tenemos un electorado de izquierda muy grande. La última vez que tratamos de cambiar las preferencias políticas masivas a punta de violencia, de la mano del abuelito del nieto, sufrimos un cataclismo pavoroso del que aún no nos recuperamos.
Necesitamos, por lo tanto, movernos hacia un esquema nuevo; no, claro, dirigido contra los uniformados, sino contra el esquema de gobernabilidad que incorporaba a su fórmula el sagrado derecho de asesinar y masacrar civiles vulnerables sin que pasara nada. En nombre de la democracia. Pero ese tránsito debe llenarse de contenido y detalles; no bastan las generalidades.