El presidente electo ha hecho ya varios nombramientos excelentes, desde el de Alejandro Gaviria hasta el de Cecilia López. Esta última tiene un conocimiento profundo del Estado y del sector rural, así como una larga trayectoria de promoción y defensa de la inclusión social.
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El presidente electo ha hecho ya varios nombramientos excelentes, desde el de Alejandro Gaviria hasta el de Cecilia López. Esta última tiene un conocimiento profundo del Estado y del sector rural, así como una larga trayectoria de promoción y defensa de la inclusión social.
La ministra ha planteado en varias entrevistas recientes la necesidad de “hacer una reforma agraria”, “sin eufemismos”. Como hace mucho, mucho tiempo no concordaba tan plenamente con un dicho ministerial, quisiera desarrollar el punto.
Para considerar cualquier macrotransformación social lo primero que toca plantearse son las condiciones de deseabilidad, las de necesidad y las de posibilidad. Si una de ellas falla, de pronto el tema no es tan prioritario.
Comienzo entonces con las de deseabilidad. Colombia tiene una concentración de la tierra rural absolutamente obscena; que la hayamos normalizado no la hace mejor (si acaso, peor). Buena parte de esa concentración se ha llevado a cabo a sangre y fuego, pero también a través de compras por parte de actores ilegales, porque una tierra que apenas paga impuestos y que no es “observada” por el Estado vía catastro es la alcancía ideal para dineros calientes. Esto además ha llevado a un uso del suelo ineficiente y propenso a conflictos sangrientos. Para economías como la ganadería extensiva, de lejos el principal activo son las tierras, así que está en trance de continua expansión. Más aún, hay una amplia literatura que establece que, tanto con respecto del impuesto predial como de la redistribución de la tierra, no es necesaria una solución de compromiso (trade-off, para aquellos profesionales que sólo entienden spanglish) entre equidad y productividad: son ámbitos de reforma en que ambas dimensiones se pueden promover simultáneamente.
La paz sostenible, la inclusión social de una de las principales víctimas del conflicto armado (los campesinos), la productividad y también la lucha contra la deforestación están en juego cuando pensamos en la reforma agraria en Colombia.
Sin embargo, se puso de moda la idea de que la reforma agraria es cuestión de nostálgicos, pero que ya está en esencia passé. “En las condiciones actuales nadie razonable piensa en eso”. Es decir, aunque estén las condiciones de deseabilidad, no tenemos las de posibilidad. Eso suena muy bonito: moderno, melancólico, dramático e inteligente a la vez. Sólo tiene un problema. Es paja. Desde el libro ya clásico de Michael Lipton (2009) hasta los trabajos recientes de Albertus —ciertamente, no un promotor del reformismo—, la literatura más avanzada y seria sobre el tema muestra que la cuestión sigue estando plenamente vigente. En cierta forma, más que nunca, con crisis climática a bordo, con crisis alimentaria emergente, etc.
Tanto como esos y muchos otros análisis persuasivos, el que se hayan hecho en diversas partes del mundo reformas con resultados significativamente positivos en las últimas décadas (mi ejemplo predilecto es Bengala Occidental, un estado de la India) es una buena razón para no creerles a los melancólicos y autoproclamados modernísimos analistas que sugieren que es mejor olvidarse del asunto y dejar las cosas como están.
Pero está también la tercera dimensión, la de la necesidad. Creo que se puede sostener con buenos argumentos esta hipótesis: sin transformar nuestra estructura agraria no salimos de la violencia ni del subdesarrollo. De hecho, creo que posiblemente tampoco de nuestra corrupción masiva.
Obviamente, se necesita una reforma para hoy, involucrando temas claves (verbigracia, ambientales) y dinámicas apropiadas para los tiempos que corren. Pero reforma actualizada no quiere decir “pasada por agua”: la tierra debe estar en el centro de atención.
Lipton, en su libro, da algunos criterios para justificar que se avance en una reforma. Por ejemplo: que la concentración de la tierra sea extrema; que parte significativa del origen de tal concentración sean la violencia, el fraude o la politiquería; que haya habido transferencias masivas de bienes y recursos de pobres a ricos en el sector rural. Parecería estar describiendo a Colombia.