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Un proceso promovido por Álvaro Hernán Prada, un exparlamentario acusado de toda clase de trapacerías, no puede ser ni legítimo ni creíble. No sólo desde el punto de vista formal, pues parece una obvia retaliación política. También, desde el sustantivo. En un país cuya política está marcada por la penetración de narcos, ¿en serio quieren crear un pánico moral por el apoyo de sindicatos a las fuerzas que consideran más cercanas?
Más allá de adónde nos lleve este equívoco episodio, la pregunta es si hay alguna manera de estabilizar la situación. Creo que ello sería tanto sano como posible. Estoy consciente de que las lectoras podrán criticarme aquí al menos dos pecados: inconsistencia y exceso de optimismo.
Paso a considerar los dos aspectos de la cuestión. Desde hace rato vengo diciendo que la polarización no es necesariamente mala y que resulta extraña la posición de muchos intelectuales colombianos que han exigido también incansablemente más definición ideológica por parte de nuestros partidos, pero sin querer aceptar un efecto indirecto pero inevitable de ella (la polarización). Sin embargo, decir que ella no siempre es mala no implica plantear que en todas y cada una de las circunstancias es positiva. Creo que estamos llegando a un momento en que la estabilización y la tranquilización de los espíritus convienen a muchas fuerzas, en todos los lugares del espectro político. Además, ¿quién con un mínimo de buen sentido en política quiere llevar todas sus ideas a su consecuencia lógica?
Este año he recibido la acusación de incurrir en el segundo pecado (demasiado optimismo) y más de una vez. Pese a que la crítica me sorprende un poco (creo más bien tener un sesgo en la dirección contraria), en esta coyuntura la acepto con gusto. En nuestro país, dramático y dramatizante, la actitud habitual cuando se presenta cualquier problema es lanzar los brazos al aire, desgarrarse las vestiduras y declarar que no tiene solución alguna. En cuanto el gobierno de izquierda enfrenta un hecho de corrupción (el 90 % del cual es de hecho heredado), entonces declaramos que nunca saldremos de ella. En cuanto se incurre en la práctica tradicional (claro, desagradable y criticable) de meter al servicio diplomático a amigos y apoyos políticos, entonces se proclama que no hemos avanzado, ni avanzaremos jamás, un solo paso. En cuanto llegamos a una calle ciega, empezamos a temer que nunca podamos salir de ella.
Pero hay que tratar. No: no lancemos los brazos al aire, no lleguemos a las bellamente depresivas conclusiones de siempre. Aunque sea difícil. El foco debería estar en el cómo. Siempre, a todas horas. Aquí los académicos tenemos una gran responsabilidad. Claro: toca identificar los problemas y algunos de ellos pueden ser genuinamente intratables. Pero también deberíamos poder sugerir salidas reales, con las cartas que tenemos a la mano.
Con respecto del ambiente crispado y feroz que estamos respirando, creo que no hay ninguna solución viable que caiga lejos de las siguientes cuatro palabritas: “alternación en el poder”. Una expresión eminentemente democrática. La derecha y la centroderecha aceptan que hay un gobierno funcional, cuya estabilidad debe protegerse. Renuncian a no dejar gobernar y a hacer invivible la república: esa consigna, que algunos quieren a todas luces revivir, costó ya millones de muertos. La izquierda y la centroizquierda en el poder promueven la alternación, la separación de poderes, etc.
Ese piso —aceptar la alternación— puede resultar a la vez sólido y fructífero. ¿Podríamos pensar en convivir sobre ese terreno? Quizás. Primero, sólo unos pocos ganarán si el tren se descarrila. Contamos con una economía que, contra los pronósticos catastrofistas, se porta bien y con avances sociales reales. Con una oposición menos pendenciera y miope, podrían ser mayores. Muchos tienen en esta situación algo que perder. Segundo, eso permitiría dar contenido real y avanzar en la operacionalización del gran pacto nacional, una esperanza que aún no se pone en movimiento.