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¿Se acuerdan del estupendo libro de Alonso Salazar, No hubo fiesta? Muestra cómo tomar las armas en Colombia, que en ciertos momentos se concibió como una rumba eterna, produjo más bien toda cantidad de sórdidas desgracias. Podrán estar de acuerdo o no con su perspectiva, pero tanto Salazar como varios otros analistas de nuestro conflicto muestran, de pronto sin proponérselo, qué tan vinculadas están la lectura y la política, incluso en sus formas más extremas. Descubrir preferencias, aprender a expresarlas, ha sido —y sigue siendo, pese a los cambios notables por los que pasa nuestra especie— una experiencia profundamente letrada. Esto no aplica solo para la izquierda, como podrían creer algunos. Piensen no más en el papel que juega la Biblia en el movimiento de Trump en Estados Unidos. Apenas uno le dedica cinco minutos de reflexión al asunto, se da cuenta del impresionante efecto capilar de la lectura.
Alguna vez conocí, durante una correría, a un sacristán de un pueblito, que guardaba cuidadosamente las obras de Nietzsche y de Fernando González en un cajón oculto, porque eran “peligrosas”. Pues tenía razón. Leer: en efecto un acto peligroso, pues lo puede cambiar a uno de manera significativa. También, ese sí, una auténtica fiesta. Por eso, espero en el próximo par de semanas —si no se produce un horror peor de los que están sucediendo, si no nos cae sobre la cabeza una sorpresa aterradora, algo no improbable dados los tiempos que corren— aprovechar la Feria del Libro de Bogotá como pretexto para hablar de ellos. Algunos de los que he amado, con los que me he regodeado. Otros nuevos, que se están presentando durante la feria misma. Esto también me da una oportunidad para dar un paso atrás y mirar las cosas con más distancia, más allá de dramatizaciones insustanciales.
Comienzo con las obras maestras del sociólogo alemán Max Weber. En abril 21 se cumplieron 160 años de su nacimiento. ¿Celebrarán o conmemorarán los sociólogos colombianos este natalicio? Lo ignoro. Pero creo que valdría la pena hacerlo. Especialmente ahora, cuando se ha vuelto una suerte de moda nerd decir que Weber ya no está vigente. He podido constatar que buena parte de los que afirman eso no lo han leído. Se perdieron esa fiesta, pero, por supuesto, se dan el lujo de pontificar.
Weber tiene fama de ser autor inexpugnable. Parte de ello se debe a las espantosas traducciones que marcaron su divulgación en el mundo no alemán. Parte también a que desarrolló ideas genuinamente complejas, sin tener tiempo de pulir o terminar su forma literaria (lo fulminó una gripa cuando era cincuentón y estaba en plena productividad). Pero las traducciones han mejorado mucho, y algunos de sus trabajos son límpidos y directos. Un buen ejemplo de esto, y una amable puerta de entrada a su obra, son las dos conferencias “vocacionales” (la ciencia y la política como vocación) que dio antes de su muerte, prediciendo precisamente que lo que esperaba a su auditorio, compuesto de jóvenes universitarios, no era precisamente una fiesta, sino una “negra y desapacible noche invernal”. Acertó. De hecho, creo que ambas conferencias están plenamente vigentes. Como homenaje a Weber en sus 160 años volveré pronto a ellas.
En La política como vocación, Weber explica de manera muy clara su idea de que el estado moderno es el monopolista de la violencia legítima. Esta última palabrita es vital. Y me devuelve a la coyuntura. Qué bueno que la oposición se manifieste y plantee sus demandas. No tiene nada de dramático. Lo es, en cambio, olvidarnos totalmente de la “línea base”, es decir, de dónde veníamos. Nunca lo hagamos. En el pasado cercano, las marchas costaron decenas de asesinatos, pérdidas de ojos, ataques brutales, estigmatización, agresión a la prensa. En medio de una retórica a la vez ridícula y siniestra. Lo de “legítima” se tomaba por dado. No volvamos a eso.