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La exministra de Salud Carolina Corcho, que parece ser persona severa, se hizo la siguiente pregunta a propósito del libro La explosión controlada: “¿Qué estaba haciendo el Dr. Gaviria en el gobierno de Gustavo Petro?”.
Le tengo la respuesta, oblicua pero “insolente y académica”, como quisiera el propio Gaviria. Estaba haciendo trabajo de campo. Es decir, estaba involucrado en el tipo de investigación propia de antropólogos y sociólogos para analizar al “otro”. El texto tiene todos los síntomas y las técnicas relevantes: la observación cotidiana y acuciosa, la libreta de notas, las entrevistas, los bosquejos, el asombro, la búsqueda de la legitimidad frente al lector basada en el hecho de que “yo estuve allí”.
Creo que pocas cosas pueden reemplazar un buen trabajo de terreno. Y Gaviria es indudablemente un observador inteligente y meticuloso. Por desgracia, su ejercicio es el de un aficionado; carece de las condiciones profesionales mínimas para ser tomado en serio. Cualquier estudiante de los primeros semestres de las carreras mencionadas sabe que las dos condiciones para que una investigación de terreno funcione bien son empatía básica con el otro y, correlativamente, que el encuentro con él implique poner en cuestión los valores, normas y costumbres propios.
La narrativa del libro de Gaviria va precisamente en la dirección contraria. Se basa en la contraposición entre dos mundos, el de los liberales buenos y el de los populistas malos. Los primeros, como el autor mismo, representan la razonabilidad. Los segundos expresan ese mundo pardo y tumultuoso —que asusta a Gaviria; el sentimiento es genuino y es de las mejores y más sinceras cosas del libro— del que Petro es la vez síntoma y última línea de contención (de ahí “la explosión controlada”). Ni una sola reflexión sobre su mundo (en términos demográficos, muy muy pequeño), sobre sus límites, sobre los horrores de pesadilla a los que ha estado asociado. Tal vacío se reemplaza por tópicos píos a la Pinker (“en todo caso ha habido progreso”, etc.). Sí. Pero una cosa es el progreso de la clase media blanca y otra, el de los campesinos a los que fumigaron a sangre fría en Puerto Leguízamo. No estoy haciendo demagogia. Tampoco negando el valor de la noción de progreso (lo que algunos, con razones no siempre descabelladas, sí hacen). Estoy diciendo que, en Colombia, hoy, se esperaría algo más que tales banalidades.
Por ese dualismo primitivo, La explosión controlada cae con alguna frecuencia en el humorismo inconsciente. Por ejemplo, los “populistas” “son idólatras de sí mismos” (p. 23). Aparte de la redacción extraña: ¡pero si todo este libro es una dulce, apasionada carta de amor a sí mismo y a sus pares! Gaviria defendiendo la razón, Gaviria troleando a los romos populistas… No hablemos ya de que, al menos en algunas partes, en realidad es bien poco liberal. Por ejemplo, a Petro le pone el mote de antiliberal (p. 63) por su oposición al aborto. Soy partidario a rajatabla de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, ¿pero desde cuándo los liberales hacen pruebas de pureza ideológica? ¿Y cuántos de los gobiernos en los que ha participado Gaviria las pasarían? Me temo que las realidades políticas son más grises y complejas. Pero el antiliberal temor a la ambigüedad y el dualismo primitivo atraviesan el libro.
Por tanto, La explosión controlada, que se propone también como un manual de ilustración y de educación liberal, no predica con el ejemplo. Sermonea. Me hizo recordar la bellísima y sabia canción de Fania All-Stars: “Hay que usar el coco / cuando se esté en debate / porque el pregonar / es un disparate” (óiganla, no se arrepentirán).
Y sin embargo… ¿no intenta el libro iniciar alguna suerte de conversación? Las conversaciones pueden estar llenas de objeciones y desencuentros. Pero no dejemos de hablar entre distintos. Pensémonos hoy y a futuro. Difícil pero indispensable. Diría que estas notas de Gaviria merecen una respuesta rigurosa pero no crispada.