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Se está intentando, una vez más, con propósitos políticos más o menos transparentes, crear una suerte de pánico moral alrededor de la expropiación. Es un motivo recurrente. Con todo el ruido y la malicia involucrados, la operación tiene al menos el mérito de poner sobre el tapete una cuestión crucial para cualquier reforma agraria que merezca ese nombre.
Parto de tres constataciones simples. En primer lugar, en cualquier sociedad, y más en una capitalista compleja como la nuestra, no se puede jugar alegremente con los derechos de propiedad. Segundo, la propiedad sobre la tierra en nuestro país está obscenamente concentrada. Una parte no marginal de esa concentración es producto de una ofensiva a sangre y fuego por parte de muchos actores contra los pequeños propietarios. Tercero, las reformas agrarias tienen al menos el potencial de generar una tenencia de la tierra un poco más sana y al mismo tiempo clarificar derechos de propiedad arduamente debatidos y combatidos durante décadas.
Ese mismo fue el punto de nuestro expresidente Alfonso López Pumarejo, cuando planteó su reforma de 1936, y también, así fuera parcialmente, de Carlos Lleras Restrepo, en la de 1968 (solo que Lleras puso mucho más énfasis en la redistribución que López Pumarejo). Ninguno de los dos era un loco o un enemigo enfebrecido del sistema. De hecho, están entre los mejores (o menos malos, si lo prefiere la lectora) primeros mandatarios de nuestra historia. En realidad, la idea de que la expropiación es una extravagancia, totalmente ajena a nuestra tradición política, intelectual e institucional, es en sí misma extravagante, y va abrumadoramente en contravía de lo que sabemos de ella. La expropiación —con variantes rigurosas, como la extinción de dominio— ha sido planteada una y otra vez a lo largo de la historia de la república. Para bien y para mal. Para bien: varios reformistas la usaron y defendieron, verbigracia para desinflar nuestros conflictos agrarios. No fue ajena al brillante pensador liberal Alejandro López. Hasta bajo el presidente Enrique Olaya Herrera (1930-1934), quien para nada corresponde a la imagen que tenemos del reformista típico, se planteó que en Colombia “la propiedad agraria no existe” y que era necesario barajar las cartas de nuevo. Para mal: en nuestras guerras civiles fue un instrumento para quitarle cositas al adversario, desde vacas hasta medios de transporte, y transferirlas a los amigos.
Tampoco es cosa del pasado. Por ejemplo, la guerra contra las drogas no sería nada sin la extinción de dominio. En fin. Si alguna vez el historiador Eric Hobsbawm habló de la “invención de una tradición”, en Colombia asistimos ahora a la “cancelación de una tradición”.
La expropiación y la transferencia de activos tampoco tienen por qué ser un instrumento secundario o subordinado, si la idea es hacer una reforma agraria real. Y esa, creo, debería ser la idea. Nuestra propiedad sobre la tierra está tan brutalmente concentrada, envenenada, no marginalmente criminalizada (por actos que van desde despojo hasta el lavado de activos), que no veo ninguna manera de enrutarnos hacia un proceso de desarrollo relativamente sano sin una operación de transferencia significativa de activos y un cambio en los patrones de tenencia de la tierra. Habría para ello varios instrumentos, incluidos también los impuestos (ojo: técnicamente, también una forma de expropiación. El Estado, como parte de sus prerrogativas, los impone).
Que esto se lleve a cabo no necesariamente es malo para la economía; a veces puede ser muy bueno. Naturalmente, la implementación de este instrumento de política no debe afectar a todos los derechos de propiedad, lo cual desalentaría la inversión. La expropiación, idealmente, debería estar en primer plano solamente durante un período relativamente corto, en el cual se pudiera llevar a cabo el grueso de las transformaciones necesarias.
No hablemos ya del hecho mondo y lirondo de que la expropiación está consagrada en la ley. No es una opinión: es un hecho.