Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Algo anda mal en un mundo que se conmociona más por la implosión de un minisubmarino construido para satisfacer a excéntricos millonarios, que por los naufragios de barcos repletos de migrantes que huyen de sus países en busca de refugio humanitario. Muertos de primera y de quinta categoría. Mares-cementerios para implosionados de lujo y mares para náufragos pobres.
Algo tenemos descalibrado cuando los noticieros prefieren transmitir el segundo a segundo de la víspera de un partido de fútbol, en vez de analizar lo que se estaba cocinando en Rusia, con la sublevación de los Wagner y el iracundo Putin. Los intentos de Prigozhin por rebelarse contra el monolítico Kremlin y la efímera esperanza que alcanzó a sentir Ucrania no importaron tanto como la ruta de los goleadores y la crónica de los 3.000 policías que custodiarían la ciudad y el estadio. Marx se equivocó: el opio del pueblo no es la religión, es el fútbol.
Algo no cuadra cuando en el país más feliz del mundo siguen muriendo niños y niñas por falta de un chorro de agua potable y la desnutrición cobra vidas a destajo de miseria. Este año han muerto 34 niños por desnutrición en La Guajira. El departamento parecería estar condenado a la sed eterna, mientras en las capitales dictamos cátedra sobre la pobreza y regateamos el precio de una mochila wayuu, tejida con los colores de la arena y la sal, del arte y el sol.
Algo decepciona cuando el traje nuevo del emperador sigue siendo el mismo de antes y de siempre, el de la soberbia y los oídos que no quieren oír. El confeccionado en las sastrerías de la política, en las que casi nadie da puntada sin dedal y se cosen cuotas que suman y restan para que todo esté listo cuando llegue el espejo de la vanidad. Mientras tanto, sigue la competencia de exasperados exasperantes; en las ciudades la gente se aburre de estar en medio de insultos cruzados y en los pueblos no se aburre sino que se muere, porque en los territorios donde la violencia es ley la infamia viaja a 600 metros por segundo y viene empacada en dosis personales de plomo.
Algo está sumido en la terquedad cuando es más fácil hundir que llegar a consensos. Los agravios se devoran las palabras; unas manifestaciones populares son leídas como cheques en blanco y las de la oposición se interpretan como expresiones de arribismo. Ni tinto ni tanto. Creo que dedicarse a la descalificación no es una prueba de tener la razón sino de tener miedo.
Algo ha fallado en la pedagogía social cuando en un planeta lleno de incendios, marchas fúnebres y amenazas nucleares millones de personas siguen pensando que son inocentes y han hecho de la indiferencia el músculo que les permite respirar, ignorar o aplastar a los otros millones que jamás podrán levantar la voz, la cabeza o los sueños. Hay demasiados ciudadanos —no del mundo sino de ellos mismos— a quienes no les importa la guerra mientras no los toque, ni el hambre ajena si está llena la propia despensa. Así no se vale.
No se vale vivir aislado en un mundo que reparte a su antojo entre ocho billones de habitantes el lujo y los tugurios, la consideración y el abandono, la felicidad y las torturas.
Se vale, creo, nacer con los ojos abiertos y no perder un instante, una tregua ni un abrazo; se vale perdonar y ser perdonado, sanar las heridas, tomar la mano y soltar el alma para el último viaje; se vale desaprender los acervos de la guerra y aprender de los artesanos de la paz; se vale derrotar el escepticismo, izar banderas blancas para que la tristeza jamás nos seduzca y, de todas maneras, dejar encendida la luna, por si acaso.