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Mafalda le puso una curita al mapamundi y yo quisiera darle audífonos a la conciencia de los ríos y de las montañas; a las fábricas y a las bases militares; a bancos, talleres, escuelas y palacios; a capitolios y basureros, a las cárceles y a los hospitales; a las Casas Blancas y Rosadas, de citas y de cambios; a los templos y a los submarinos. A ver si oyen cómo suena la violencia cuando se pavonea entre cadáveres, convencida de haber ganado la partida. A ver si los organismos internacionales tienen resonancia, y los grandes tomadores de decisiones se dan por enterados de todas las declaraciones de derechos escritas por la humanidad. El mundo habla, saca manifiestos, convoca en las plazas y en las cumbres, y no lo oyen.
Netanyahu sigue destrozando miles de vidas; desde casi todas las latitudes le exigen que se detenga, pero a él lo respalda un país que rige los destinos de más de medio planeta. ¿Para qué oír a las víctimas, si las cenizas de los muertos tienen la voz débil y el dinero habla fuerte? ¿Para qué entrar en razón si la sinrazón le ha permitido ordenar un genocidio, mientras un pleno de poderosos congresistas lo ovaciona de pie?
A nuestros compatriotas en armas el pueblo les implora que no sigan disparando; el camino de la violencia ha demostrado a diestra y siniestra ser cruel y estéril; ¡bien por los que han comprendido y por los que seguirán comprendiendo! pero otros se resisten a oír y siguen bailando con sus fusiles las tonadas de la guerra. Y a los que han sido y serán invisibles antes y después de la muerte, los encuentran tirados en un pastizal, con las botas embarradas y los ojos abiertos a la nada, llenos de resignación y de miedo.
Los dictadores se atornillan a sus balcones; les dicen que entreguen las llaves y dejen que la libertad respire; pero no se van. ¿Para qué irse, si la voluntad popular se volvió desechable y el concierto internacional quedó en pausa?
Los países que sufren de inseguridad alimentaria claman para que los omnipotentes no sigan quemando toneladas de trigo y arroz para controlar los precios. Pero la hoguera sigue, porque el hambre es silenciosa y no ha aprendido a gritar lo suficiente, y la ambición compró todos los megáfonos para que solo su voz retumbe en las bolsas de Tokio, Londres y Nueva York.
Siguen los genios aeroespaciales escarbando el universo en busca de una gota de agua en otro punto de la galaxia, mientras aquí los ríos se evaporan, los diluvios arrasan poblaciones, los bosques se queman y los viejos se mueren de calor en las bancas de los parques. El cielo se rompe en mil pedazos, se abre en oleadas de apocalipsis y los defensores de la naturaleza piden que tengamos algo de sentido común. Pero a ellos tampoco los oyen.
Se invierten millones de dólares para desarrollar la inteligencia artificial, y ¡ay del que se le ocurra preguntar qué ha pasado con la inteligencia emocional! Parecerían no importar los niños que se suicidan, ni las cortinas que siempre están cerradas en una casa o en un alma; ni la soledad de los ancianos, las mujeres abusadas y las escuelas que prefieren enseñar los diez mandamientos de la competitividad en vez de un solo precepto de solidaridad. Casi nadie oye la voz del que no tiene con quién hablar. Queremos tener el chip que nos traiga el más perfecto acorde de una orquesta que solo existe en el ciberespacio, pero no sabemos si nuestro vecino está triste, o si alguien sería feliz con una guitarra vieja.
S.O.S. Necesitamos audífonos para la conciencia del mundo. Y mientras tanto que, al otro lado de la ventana, los ruiseñores no se den por vencidos.
Gloria Arias Nieto