¿Cómo se despide uno de alguien que no se irá nunca del corazón, del arte y del mundo? ¿Cómo darle las gracias a un maestro que llevó el nombre de su país (el nuestro) a las avenidas más grandes y a las plazas más bellas de la Tierra? ¿Qué se le dice a un artista que dedicó su vida a la estética y a contar en el idioma del color y los volúmenes lo que pasa en esta esquina de América?
Fernando Botero regresó a Colombia el viernes, dormido para siempre y cubierto por la bandera nacional. Un país a media asta le rinde honores entre la tierra y el cielo, mientras el mundo le dedica sus primeras páginas al pintor inmortal.
Soy una colombiana más, una de 50 millones, que desde el fondo del alma le dice: “Gracias, maestro”. Gracias por la generosidad y por no olvidarnos, gracias porque le importaron nuestras guerras y nuestro camino a la paz, gracias porque su paloma blanca —esa que llevaremos siempre en el alma, esa robusta y preciosa a la que una vez la estupidez sacó de Palacio y el gobierno del cambio devolvió a su lugar— nos acompañará toda la vida hasta que seamos capaces, como dice un amigo barranquillero, de “pasar las hojas, sin arrancarlas” y la paz, por fin, triunfe.
Miles de colombianos y extranjeros honran en Bogotá y en Medellín, en el Capitolio Nacional, en el Museo Botero y en la Catedral Primada, a nuestro maestro del mundo.
Las suyas fueron manos prodigiosas, llenas de sentido y humanismo, de colores y formas desafiantes por donde pasaron la historia de Colombia, nuestras culpas y errores, la piel de mujeres tristes, familias de gala y el dolor de los velorios, los toros y la insolencia de la guerra, la opulencia de la Iglesia, la mirada de los poderosos y el despotismo de los dictadores. Manos que les dieron clave de color a los músicos y pintaron en clave de horror el estallido de las bombas que arrojaba la mafia para doblegar a Colombia. Tejas de barro, selvas verdes donde viven y mueren campesinos soldados y campesinos guerrilleros. Y flores y bailes voluminosos, porque así respiramos en esta parte del trópico.
Abro los ojos del tiempo y vuelvo a 1957: acaba de terminar la dictadura de Rojas Pinilla y hace pocos meses mi papá, mi mamá y yo volvemos para siempre a Colombia. Tres hombres bohemios y fascinantes van casi todos los días a mi casa a hablar, a imaginar y pintar. Por ellos aprendo lo que es un artista. Supe más tarde que estos intelectuales inspirados por el teatro del absurdo revolucionaron el teatro en Colombia. Aprendí sus nombres y pedía permiso para quedarme despierta hasta tarde, oyéndolos. Eran Santiago García y Fausto Cabrera, fundadores en 1958 del teatro El Búho. Y había un muchacho recién llegado de Medellín, que hacía unos trazos grandes sobre unos pliegos de papel descomunales: eran los bosquejos de la escenografía de A la diestra de Dios Padre, la primera obra que montó El Búho; el joven pintor se llamaba Fernando Botero. Creo que ahí, entre los tres y los cuatro años, en el comedor de Residencias El Nogal, aprendí a amar con todas mis fuerzas el arte y el teatro, y descubrí que vivir significa nunca dejar de sorprenderse.
Hay una obra de Botero que siempre me ha llenado de ternura y tristeza: Pedrito a caballo. Pedrito, el hijito muerto en una carretera española.
Ya puedes montar en tu caballo de nubes, querido maestro. Acompaña a tu niño y a tus amores, Gloria y Sophia, a recorrer la eternidad. Ya tienes en el cielo tus pinceles y tus lienzos, y el bronce se volvió ingrávido para volar contigo.
Y ante ti, maestro infinito, más que un minuto de silencio, mil años de aplausos y gratitud.
¿Cómo se despide uno de alguien que no se irá nunca del corazón, del arte y del mundo? ¿Cómo darle las gracias a un maestro que llevó el nombre de su país (el nuestro) a las avenidas más grandes y a las plazas más bellas de la Tierra? ¿Qué se le dice a un artista que dedicó su vida a la estética y a contar en el idioma del color y los volúmenes lo que pasa en esta esquina de América?
Fernando Botero regresó a Colombia el viernes, dormido para siempre y cubierto por la bandera nacional. Un país a media asta le rinde honores entre la tierra y el cielo, mientras el mundo le dedica sus primeras páginas al pintor inmortal.
Soy una colombiana más, una de 50 millones, que desde el fondo del alma le dice: “Gracias, maestro”. Gracias por la generosidad y por no olvidarnos, gracias porque le importaron nuestras guerras y nuestro camino a la paz, gracias porque su paloma blanca —esa que llevaremos siempre en el alma, esa robusta y preciosa a la que una vez la estupidez sacó de Palacio y el gobierno del cambio devolvió a su lugar— nos acompañará toda la vida hasta que seamos capaces, como dice un amigo barranquillero, de “pasar las hojas, sin arrancarlas” y la paz, por fin, triunfe.
Miles de colombianos y extranjeros honran en Bogotá y en Medellín, en el Capitolio Nacional, en el Museo Botero y en la Catedral Primada, a nuestro maestro del mundo.
Las suyas fueron manos prodigiosas, llenas de sentido y humanismo, de colores y formas desafiantes por donde pasaron la historia de Colombia, nuestras culpas y errores, la piel de mujeres tristes, familias de gala y el dolor de los velorios, los toros y la insolencia de la guerra, la opulencia de la Iglesia, la mirada de los poderosos y el despotismo de los dictadores. Manos que les dieron clave de color a los músicos y pintaron en clave de horror el estallido de las bombas que arrojaba la mafia para doblegar a Colombia. Tejas de barro, selvas verdes donde viven y mueren campesinos soldados y campesinos guerrilleros. Y flores y bailes voluminosos, porque así respiramos en esta parte del trópico.
Abro los ojos del tiempo y vuelvo a 1957: acaba de terminar la dictadura de Rojas Pinilla y hace pocos meses mi papá, mi mamá y yo volvemos para siempre a Colombia. Tres hombres bohemios y fascinantes van casi todos los días a mi casa a hablar, a imaginar y pintar. Por ellos aprendo lo que es un artista. Supe más tarde que estos intelectuales inspirados por el teatro del absurdo revolucionaron el teatro en Colombia. Aprendí sus nombres y pedía permiso para quedarme despierta hasta tarde, oyéndolos. Eran Santiago García y Fausto Cabrera, fundadores en 1958 del teatro El Búho. Y había un muchacho recién llegado de Medellín, que hacía unos trazos grandes sobre unos pliegos de papel descomunales: eran los bosquejos de la escenografía de A la diestra de Dios Padre, la primera obra que montó El Búho; el joven pintor se llamaba Fernando Botero. Creo que ahí, entre los tres y los cuatro años, en el comedor de Residencias El Nogal, aprendí a amar con todas mis fuerzas el arte y el teatro, y descubrí que vivir significa nunca dejar de sorprenderse.
Hay una obra de Botero que siempre me ha llenado de ternura y tristeza: Pedrito a caballo. Pedrito, el hijito muerto en una carretera española.
Ya puedes montar en tu caballo de nubes, querido maestro. Acompaña a tu niño y a tus amores, Gloria y Sophia, a recorrer la eternidad. Ya tienes en el cielo tus pinceles y tus lienzos, y el bronce se volvió ingrávido para volar contigo.
Y ante ti, maestro infinito, más que un minuto de silencio, mil años de aplausos y gratitud.