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El 24 de noviembre se cumplen cinco años de una firma que -hasta ahora- ha salvado 6.400 vidas. El Acuerdo de Paz hizo posible lo imposible, desarmó a la guerrilla más antigua del mundo y nos acercó el horizonte de habitar un país libre de violencia.
A los líderes del Acuerdo entre las FARC y el gobierno colombiano los invita medio mundo a contar cómo condujeron el proceso y cómo lograron el hecho político más importante de nuestra historia reciente. Pero “nadie es profeta en su tierra”, y la paz que de puertas para afuera es tratada con admiración, al interior de Colombia ha sido pisoteada por un sector para el que no encuentro adjetivos; solo diré que no son ellos quienes tienen que mandar sus hijos a la guerra, ni sirven el hambre en la mesa, ni han tenido que huir a medianoche de su tierra y de su arraigo. Los hay convencidos y confundidos; engañados y engañantes; necesitan la guerra para sentirse imprescindibles, para hacerse ricos o ser elegidos, y el odio les nubla la capacidad de reconciliación. Para sentir seguridad cogen a patadas la paz y terminan ahogándose en su narcisismo.
En fin… ¡Tenemos tantas cosas pendientes con el Acuerdo y sus firmantes! No quiero imaginar cómo serán las cuentas que nos cobrará la historia, y cómo se juzgará a un país al que le sirvieron la paz en hojas de vida, y en lugar de blindarla contra la estupidez humana, permitió que la maltrataran sin piedad ni conciencia.
Al Acuerdo lo han herido en cada uno de los 292 firmantes de paz asesinados y en cada uno de los 1260 líderes sociales silenciados para siempre; lo han herido en las 88 masacres de este año; en los desplazados, en las comunidades atomizadas, en cada centímetro de tierra al que sus legítimos dueños no han podido volver.
Pero la paz no tiene reversa y el Acuerdo conserva la fortaleza de la razón y el trabajo de sus gestores; el honor de quienes lo defienden, el compromiso con las víctimas, y una estructura que le permitió responder el mensaje de urgencia, de un país agobiado por la taquicardia de la muerte.
El Acuerdo ha convertido a muchos colombianos en mejores personas y ha abierto ventanas donde solo había muros y plomo. Permitió que más de trece mil hombres y mujeres cambiaran fusiles por azadones, balas por leyes, y explosivos por pupitres. Ha puesto sobre el tapete los orígenes de la guerra, la orfandad del campo y el horror de cualquier tipo de tortura. Y, sobre todo, nos permitió pensar y sentir que la reconciliación sí es posible. Comprendimos que el odio es estéril y que somos mucho más que un puñado de enemigos persiguiéndonos a lado y lado de un montón de mentiras y de motivos. El Acuerdo nos enseñó que es mejor ser río que orillas; más que sepultureros seamos sanadores y maestros, y en lugar de sacarnos los ojos, aprendamos cómo mira la benevolencia.
Cinco años de un Acuerdo pensado y trabajado para que el dolor no siguiera tomándose sorbo a grito la sangre de Colombia; cinco años en los que la paz ha sobrevivido a pesar de un gobierno desastroso, que no logró superar la etapa del espejo retrovisor; cinco años que nos han fortalecido el compromiso con la defensa de la paz, ni siquiera por altruismo sino por sentido común; por rebelarnos contra la sinrazón de la violencia, contra el ruido de la muerte y la amenaza de sus cómplices.
Cinco años después de la firma somos capaces de encarar la verdad; y nos necesitamos todos, para sintonizarnos en las lecciones de la memoria, recuperar el tiempo perdido y reconocernos -por fin y por un nuevo principio- en los abrazos pendientes.