Contrario a lo que pasa con su presidente, Colombia es capaz de oír y sentir la voz y la piel del pueblo, el dolor de los trapos rojos colgados de las ventanas con hambre, el contraste entre la verdad cruda y aguda y las falacias hechas de soberbia y mediocridad. Sabe mirar en serio y hacia dentro la magnitud de la discriminación y la inequidad. Colombia no se miente a sí misma, porque está agotada de que le mientan para llevarla a la guerra, para idiotizar las urnas y sostener a los jinetes de barro que no aguantan una confrontación con la realidad.
Colombia está enardecida, está de luto, mal gobernada y sumida en la incertidumbre. Pero es valiente, y mientras más la vulneran y más le desdibujan su democracia, más consolida la urgencia de afianzar su dignidad.
En las carencias de sus 21 millones de pobres hay más fortaleza que en el ruido fiero de los ajúas, esos que retumban cuando el poder está en las balas y no en la capacidad de ponerse en los zapatos de los desaparecidos, de los desplazados, los tristes, la clase media que está cada vez más pobre y los pobres que cada vez comen menos.
A Colombia le disparan a los ojos, la persiguen los robocops forrados en corazas negras y la entierran entre el barro de las veredas y el ladrillo roto de los cementerios. La quieren someter por el miedo, fracturarle la confianza y el cráneo, pero si algo hemos aprendido, en este país que amamos y nos desvela y nos reclama y tal vez nos perdone, es a persistir y resistir; a resucitar a nuestra manera entre tambores y epidemias, entre montañas, flores blancas y tanquetas, entre padrenuestros, tiranos y proclamas.
En medio del caos y las llamas que nunca debieron ser, en medio de una protesta que no para ni parará hasta que los gobernantes se dignen mirar la realidad, entre las sirenas rojas y las ventanas rotas quedaron tendidos los manifestantes muertos: “bala es lo que hay”. En las plazas llenas y en las calles viejas la vida se quebró -la quebraron- y los muchachos desgonzados quedaron con los ojos quietos mirando nada, a-diós a todo. No se combaten patadas con plomo, ni juventudes con balas. ¡No sean infames! ¿No ven que la muerte es terriblemente irreversible?
Es tanta la indignación frente a este gobierno arrogante y lacrimógeno, que pasó casi desapercibido un hecho importantísimo, consecuencia de la firma del Acuerdo de Paz: El viernes -mientras todo se salía de control- los excomandantes de las antiguas Farc radicaron ante la JEP un documento en el que reconocen su responsabilidad y dan información detallada sobre los secuestros cometidos cuando estaban en la guerrilla; no pretenden justificar lo injustificable, reconocen los tratos infames a los que sometieron a sus víctimas, piden perdón y aportan más de 300 páginas de verdad. Bueno, como la guerra no fue un monólogo ni sucedió a nuestras espaldas, ojalá los otros protagonistas, directores y consuetas, libretistas y productores, patrocinadores, utileros y cómplices, tengan el coraje de revelar -también ellos- su participación en esta historia de sangre, abandono y letalidad.
A la hora de enviar esta columna Colombia sigue en pie de protesta, y el gobierno haciendo derroche de represión e indolencia. El anuncio presidencial de militarizar el país es una estocada a la democracia y el prefacio de una tragedia incalculable. Pero Iván Duque parecería no tener un solo amigo capaz de explicarle que gobernar se trata de oír al pueblo y hacer lo mejor por dignificarlo, no por aplastarlo.
Contrario a lo que pasa con su presidente, Colombia es capaz de oír y sentir la voz y la piel del pueblo, el dolor de los trapos rojos colgados de las ventanas con hambre, el contraste entre la verdad cruda y aguda y las falacias hechas de soberbia y mediocridad. Sabe mirar en serio y hacia dentro la magnitud de la discriminación y la inequidad. Colombia no se miente a sí misma, porque está agotada de que le mientan para llevarla a la guerra, para idiotizar las urnas y sostener a los jinetes de barro que no aguantan una confrontación con la realidad.
Colombia está enardecida, está de luto, mal gobernada y sumida en la incertidumbre. Pero es valiente, y mientras más la vulneran y más le desdibujan su democracia, más consolida la urgencia de afianzar su dignidad.
En las carencias de sus 21 millones de pobres hay más fortaleza que en el ruido fiero de los ajúas, esos que retumban cuando el poder está en las balas y no en la capacidad de ponerse en los zapatos de los desaparecidos, de los desplazados, los tristes, la clase media que está cada vez más pobre y los pobres que cada vez comen menos.
A Colombia le disparan a los ojos, la persiguen los robocops forrados en corazas negras y la entierran entre el barro de las veredas y el ladrillo roto de los cementerios. La quieren someter por el miedo, fracturarle la confianza y el cráneo, pero si algo hemos aprendido, en este país que amamos y nos desvela y nos reclama y tal vez nos perdone, es a persistir y resistir; a resucitar a nuestra manera entre tambores y epidemias, entre montañas, flores blancas y tanquetas, entre padrenuestros, tiranos y proclamas.
En medio del caos y las llamas que nunca debieron ser, en medio de una protesta que no para ni parará hasta que los gobernantes se dignen mirar la realidad, entre las sirenas rojas y las ventanas rotas quedaron tendidos los manifestantes muertos: “bala es lo que hay”. En las plazas llenas y en las calles viejas la vida se quebró -la quebraron- y los muchachos desgonzados quedaron con los ojos quietos mirando nada, a-diós a todo. No se combaten patadas con plomo, ni juventudes con balas. ¡No sean infames! ¿No ven que la muerte es terriblemente irreversible?
Es tanta la indignación frente a este gobierno arrogante y lacrimógeno, que pasó casi desapercibido un hecho importantísimo, consecuencia de la firma del Acuerdo de Paz: El viernes -mientras todo se salía de control- los excomandantes de las antiguas Farc radicaron ante la JEP un documento en el que reconocen su responsabilidad y dan información detallada sobre los secuestros cometidos cuando estaban en la guerrilla; no pretenden justificar lo injustificable, reconocen los tratos infames a los que sometieron a sus víctimas, piden perdón y aportan más de 300 páginas de verdad. Bueno, como la guerra no fue un monólogo ni sucedió a nuestras espaldas, ojalá los otros protagonistas, directores y consuetas, libretistas y productores, patrocinadores, utileros y cómplices, tengan el coraje de revelar -también ellos- su participación en esta historia de sangre, abandono y letalidad.
A la hora de enviar esta columna Colombia sigue en pie de protesta, y el gobierno haciendo derroche de represión e indolencia. El anuncio presidencial de militarizar el país es una estocada a la democracia y el prefacio de una tragedia incalculable. Pero Iván Duque parecería no tener un solo amigo capaz de explicarle que gobernar se trata de oír al pueblo y hacer lo mejor por dignificarlo, no por aplastarlo.