Titular de la 1ª página en El Espectador del sábado: “Un puente sin dueño”, refiriéndose al Simón Bolívar, entre Soledad y Barranquilla. Otra obra en riesgo avisado, sin que nadie se apersonara de su seguridad y mantenimiento. Cinco personas muertas. Declaraciones de ingenieros, alcaldes, gobernadores, funcionarios hábiles e ineptos, conductores y contratistas…. Habla hasta el gato, excátedra, como si cada uno fuera el Indiana Jones de la verdad revelada. Y no he oído una sola voz que diga: “Era mi responsabilidad. La culpa es mía”.
Aquí los puentes se caen y se encrespan (¿se acuerdan?), porque “ajá”. Y así tenemos -según la Contraloría- otras 170 obras de infraestructura con alerta de colapso.
Nos invade la era de los emoticones de hombros levantados y brazos caídos. Aquí parecería que las responsabilidades, como el puente, tampoco tienen dueño.
Colombia misma se podría titular “un país sin dueño”. Un país sin doliente, en el que se roban billones de pesos y 828 guitarras, vidas de niños y de mujeres, indígenas, cementerios, veredas y verdades y, como premio de consolación, los juramentos de siempre, que van desde la nada “hasta las últimas consecuencias”, para regresar luego a la nada; siguen las promesas de hace medio siglo y nuevas consignas, grandilocuentes, que incluyen un país de la belleza, navegando a veces por la dimensión desconocida, y una potencia mundial de la vida en la que en cinco meses han matado a 72 líderes sociales.
En este país sin dueño, miles de esclavos (del hambre, de la pobreza, de las guerras cotidianas y de las otras) esperan que luego de una historia de engaños y saqueos alguien cumpla el compromiso de transformar a Colombia en un país sin miedo. Que sociedad y Gobierno se decidan a conjugar más noblezas y menos injurias; más hechos y menos discursos. Que el pequeño Destroyer que llevamos dentro entregue los guantes, y nos alistemos en las filas de un proyecto común, una esperanza razonable alimentada por acciones concretas. No más intereses egoístas ni retóricas desgastadas, que se devoran el tiempo como un Pac-Man. Suficiente.
Gobierno, empresa y sociedad tienen que trabajar juntos, para que la construcción de equidad deje de ser un desfile de duendes solitarios tratando de llenar el océano con una regadera.
Casi todos entendemos que es necesario un nuevo orden social. Pero el nuevo modelo no puede ser más fallido que el anterior, ni más herido ni más hiriente. Evolucionar implica tener visión y partitura, tener disciplina, estar dispuesto al disenso constructivo y a la concertación inteligente. La involución -por el contrario- es el resultado de improvisaciones, imposición e irresponsabilidad.
En un país sin dueño, las cicatrices no encuentran piel que las reclame; los despilfarros y los sobornos rompen los bolsillos del pueblo, pero a nadie le duele tanto como para evitarlo; las miserias son anónimas, los vulnerados de siempre se van muriendo y, hasta donde sabemos, los muertos no resucitan.
Un país sin dueño fácilmente puede convertirse en el imperio de Poncio Pilatos y hundirse mientras el capitán les echa la culpa a los marineros, los marineros a los pasajeros, los pasajeros a las ratas, las ratas al agua y el agua a las mareas, y así.
Necesitamos que 50 millones de colombianos se sientan colectivamente dueños del país, en términos de responsabilidad y trabajo, de producción y derechos. Que el Gobierno gobierne más y pelee menos; que comprenda que el pensamiento plural no es amenaza, sino fortaleza. Nos quedan 27 meses para demostrar que 11 millones de colombianos no estábamos tan locos y que nunca más seremos un país sin dueño.
Titular de la 1ª página en El Espectador del sábado: “Un puente sin dueño”, refiriéndose al Simón Bolívar, entre Soledad y Barranquilla. Otra obra en riesgo avisado, sin que nadie se apersonara de su seguridad y mantenimiento. Cinco personas muertas. Declaraciones de ingenieros, alcaldes, gobernadores, funcionarios hábiles e ineptos, conductores y contratistas…. Habla hasta el gato, excátedra, como si cada uno fuera el Indiana Jones de la verdad revelada. Y no he oído una sola voz que diga: “Era mi responsabilidad. La culpa es mía”.
Aquí los puentes se caen y se encrespan (¿se acuerdan?), porque “ajá”. Y así tenemos -según la Contraloría- otras 170 obras de infraestructura con alerta de colapso.
Nos invade la era de los emoticones de hombros levantados y brazos caídos. Aquí parecería que las responsabilidades, como el puente, tampoco tienen dueño.
Colombia misma se podría titular “un país sin dueño”. Un país sin doliente, en el que se roban billones de pesos y 828 guitarras, vidas de niños y de mujeres, indígenas, cementerios, veredas y verdades y, como premio de consolación, los juramentos de siempre, que van desde la nada “hasta las últimas consecuencias”, para regresar luego a la nada; siguen las promesas de hace medio siglo y nuevas consignas, grandilocuentes, que incluyen un país de la belleza, navegando a veces por la dimensión desconocida, y una potencia mundial de la vida en la que en cinco meses han matado a 72 líderes sociales.
En este país sin dueño, miles de esclavos (del hambre, de la pobreza, de las guerras cotidianas y de las otras) esperan que luego de una historia de engaños y saqueos alguien cumpla el compromiso de transformar a Colombia en un país sin miedo. Que sociedad y Gobierno se decidan a conjugar más noblezas y menos injurias; más hechos y menos discursos. Que el pequeño Destroyer que llevamos dentro entregue los guantes, y nos alistemos en las filas de un proyecto común, una esperanza razonable alimentada por acciones concretas. No más intereses egoístas ni retóricas desgastadas, que se devoran el tiempo como un Pac-Man. Suficiente.
Gobierno, empresa y sociedad tienen que trabajar juntos, para que la construcción de equidad deje de ser un desfile de duendes solitarios tratando de llenar el océano con una regadera.
Casi todos entendemos que es necesario un nuevo orden social. Pero el nuevo modelo no puede ser más fallido que el anterior, ni más herido ni más hiriente. Evolucionar implica tener visión y partitura, tener disciplina, estar dispuesto al disenso constructivo y a la concertación inteligente. La involución -por el contrario- es el resultado de improvisaciones, imposición e irresponsabilidad.
En un país sin dueño, las cicatrices no encuentran piel que las reclame; los despilfarros y los sobornos rompen los bolsillos del pueblo, pero a nadie le duele tanto como para evitarlo; las miserias son anónimas, los vulnerados de siempre se van muriendo y, hasta donde sabemos, los muertos no resucitan.
Un país sin dueño fácilmente puede convertirse en el imperio de Poncio Pilatos y hundirse mientras el capitán les echa la culpa a los marineros, los marineros a los pasajeros, los pasajeros a las ratas, las ratas al agua y el agua a las mareas, y así.
Necesitamos que 50 millones de colombianos se sientan colectivamente dueños del país, en términos de responsabilidad y trabajo, de producción y derechos. Que el Gobierno gobierne más y pelee menos; que comprenda que el pensamiento plural no es amenaza, sino fortaleza. Nos quedan 27 meses para demostrar que 11 millones de colombianos no estábamos tan locos y que nunca más seremos un país sin dueño.