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La semana pasada Manuel Guzman-Hennessey escribió: “Cuando la gente se mueve, es la acción colectiva lo que importa. Ciudadanías activas en busca de salidas”. Me encantan sus columnas porque siempre invitan a pensar y nunca incitan a odiar.
Esta del viernes pasado tiene mucho que ver con algo que sentí el 1° de mayo cuando, al terminar el día, media Colombia celebraba feliz el triunfo de las marchas. Las principales plazas del país se llenaron de ciudadanía de todas las edades, artes y oficios. El 1° de mayo más de 80 países celebran el Día Internacional del Trabajo y estamos acostumbrados a ver manifestaciones masivas en las calles del mundo; pero esta vez en Colombia otro poderoso hilo conductor movilizó multitudes que salieron a decirle a Gustavo Petro que el pueblo lo respalda; que no desfallezca en su lucha por la equidad, la paz y la justicia social; que tenerlo de presidente significa haber cumplido ¡por fin! el legítimo anhelo de la izquierda de estar en el poder.
El 21 de abril salieron otros miles de personas a las calles a decir todo lo contrario. Que odian a Petro, que se vaya, que el país va hacia el abismo y que cada día estamos más cerca del lado oscuro de Venezuela. Hubo ataúdes simbólicos, descalificaciones antidiluvianas y preponderancia de la derecha, pero no fue “la marcha de la muerte”, ni estuvo exclusivamente liderada por el innombrable. Salió la gente a la que le funciona el modelo tradicional, rentable para unos pocos —poquísimos— y muy duro para la inmensa mayoría. Salieron los que detestan a Petro, otros que no lo odian pero están angustiados o decepcionados, y quienes entienden que es preciso cambiar muchas cosas, pero se ven amenazados por el “cómo” y sienten que el caos les respira en la nuca.
21 de abril y 1º de mayo. Dos marchas, dos países. Cada uno convencido de su consigna. Cada uno defendiendo sus conquistas y protegiéndose de sus miedos. Ambas fuerzas caminaron sin que a nadie le volaran los ojos ni le molieran las costillas o lo asfixiaran con gases. Eso ya es ganancia.
Viendo ambas multitudes, pensé (y aquí me encuentro con la columna de Manuel) cuánto podría crecer Colombia en dignidad, equidad y desarrollo, si algún día ambas marchas fueran una sola. Si sus consignas no fueran antagónicas sino complementarias y ningún discurso partiera del desprecio hacia la otredad (la otra ideología, la otra política, la otra clase). Si en vez de marchar en clave de grietas y resentimientos, aprendiéramos a pensar y obrar para generar confianza y hacer país… Si algún día nuestra obsesión no fuera cómo descalificar al que piensa distinto, sino cómo cualificarnos como constructores de unidad y hacer realidad el acuerdo nacional en el que tanto y con tanta razón insiste el senador Iván Cepeda, para lograr un país viable, menos preocupado por los molinos de viento y más ocupado en salir adelante, cumplir la promesa de la paz y que nadie más sufra de hambre física, cultural ni emocional.
Esa gran marcha unificada no está a la vuelta de la esquina, pero es factible; “solo” necesitamos que a lado y lado del espectro político desarmemos espíritus y palabras, porque nadie le va a apostar a un gran acuerdo si nos seguimos tratando de “oligarcas insensibles” y de “presidente guerrillero”. Hagamos el esfuerzo de madurar y comprender que los tiempos han cambiado, que la sociedad es otra y los muros de exclusiones anacrónicas esperan que los derribemos no con tanques de guerra sino con hechos de paz, y reconocer que la bandera de Colombia no está para incentivar rupturas ni forrar ataúdes, sino para darle vida a ese añorado intangible llamado comunidad.