La semana pasada un canal nos preguntó a televidentes y periodistas, si considerábamos que los medios habían cumplido a cabalidad su papel en estos cinco años de la firma del Acuerdo de Paz. Unos y otros respondimos que no: Los medios -en términos generales y como grandes fuerzas pedagógicas que deberían ser, y/o emporios de información y opinión- no estuvieron a la altura del mayor desafío periodístico, social y político, que ha tenido Colombia en los últimos 100 años. Algunos medios se suicidaron al destruir su decencia y credibilidad.
Y a otros les faltó docencia, en el sentido social de la palabra; les faltó mostrar las cosas buenas y señalar con prontitud y agudeza las verdaderas llagas; censurar a los incumplidos, a los instigadores y a los sicarios; cuestionar los balances maquillados y denunciar las mentiras que lanzaban como lluvia de dardos, los jinetes del poder. Faltó promover más encuentros redentores y engrasar bisagras de puertas y ventanas, para acoger el futuro y oxigenarnos la memoria. Faltó pedirle cuentas a unos y suplicarle a otros que maduraran su estado de conciencia. Debimos exigir con total firmeza que se frenaran en seco los asesinatos que se han llevado la vida de 285 excombatientes.
A casi todos nos faltó desafiar costumbres inútiles, romper marasmos y reconocer a los cuatro vientos que el Acuerdo de paz ha sido el hecho humano y político más importante de las últimas cuatro generaciones, y el que más vidas ha salvado.
Algunos medios sí hicieron la tarea y la cumplieron con creces. Pienso, por ejemplo, en Colombia 2020 y Colombia +20, de esta casa editorial de El Espectador, que logra su cometido porque trabaja con una mezcla de rebelión intelectual, convicción, ética, excelencia y persistencia. Ni dueños ni directores agachan la cabeza: su compromiso ha sido desde siempre con la verdad y la democracia, no con la presión electoral ni financiera; no con el miedo, ni con la vocación de tragar callados y gobernar en la vergüenza.
Colombia 2020 le dio -sin discriminar y sin proselitismo- escenario y micrófono a los más disímiles perfiles de víctimas y victimarios del conflicto armado; los sobrevivientes de 60 años de guerra han tenido su representación en los foros más polémicos y justos que hemos visto en las últimas décadas: Ex comandantes de la insurgencia y de las autodefensas, militares, líderes sociales, desplazados, secuestrados, empresarios, funcionarios y sacerdotes; voces diversas dispuestas a no derramar una gota más de sangre propia ni ajena; comunidad internacional y colombianos arrepentidos, huérfanos de alegría, niños sin infancia, viejos y jóvenes guerreros, mutilados pero no vencidos.
Siendo honestos -y como dije, con honrosas excepciones-, nos corresponde un mea culpa casi colectivo: no estuvimos listos a desarmar nuestras propias palabras y caímos en la tentación de los estigmas; es evidente que nos ha faltado humildad para desaprender rencores y reconocer errores, y por más idiomas que aprendamos, no entendemos el eco de los cementerios ni el entretejido que le da soporte y ruptura a la complejidad de nuestra historia.
Tal vez no hemos sido capaces de aceptar que el desafío de la paz comienza por reconocernos allá donde nacen las preguntas y los recuerdos de cada uno; allá, en la crianza de las emociones. Reconciliarnos con los demás empieza por tener el valor de reconciliarnos con nosotros mismos, y tal vez así podamos por fin, cumplir lo impostergable.
La semana pasada un canal nos preguntó a televidentes y periodistas, si considerábamos que los medios habían cumplido a cabalidad su papel en estos cinco años de la firma del Acuerdo de Paz. Unos y otros respondimos que no: Los medios -en términos generales y como grandes fuerzas pedagógicas que deberían ser, y/o emporios de información y opinión- no estuvieron a la altura del mayor desafío periodístico, social y político, que ha tenido Colombia en los últimos 100 años. Algunos medios se suicidaron al destruir su decencia y credibilidad.
Y a otros les faltó docencia, en el sentido social de la palabra; les faltó mostrar las cosas buenas y señalar con prontitud y agudeza las verdaderas llagas; censurar a los incumplidos, a los instigadores y a los sicarios; cuestionar los balances maquillados y denunciar las mentiras que lanzaban como lluvia de dardos, los jinetes del poder. Faltó promover más encuentros redentores y engrasar bisagras de puertas y ventanas, para acoger el futuro y oxigenarnos la memoria. Faltó pedirle cuentas a unos y suplicarle a otros que maduraran su estado de conciencia. Debimos exigir con total firmeza que se frenaran en seco los asesinatos que se han llevado la vida de 285 excombatientes.
A casi todos nos faltó desafiar costumbres inútiles, romper marasmos y reconocer a los cuatro vientos que el Acuerdo de paz ha sido el hecho humano y político más importante de las últimas cuatro generaciones, y el que más vidas ha salvado.
Algunos medios sí hicieron la tarea y la cumplieron con creces. Pienso, por ejemplo, en Colombia 2020 y Colombia +20, de esta casa editorial de El Espectador, que logra su cometido porque trabaja con una mezcla de rebelión intelectual, convicción, ética, excelencia y persistencia. Ni dueños ni directores agachan la cabeza: su compromiso ha sido desde siempre con la verdad y la democracia, no con la presión electoral ni financiera; no con el miedo, ni con la vocación de tragar callados y gobernar en la vergüenza.
Colombia 2020 le dio -sin discriminar y sin proselitismo- escenario y micrófono a los más disímiles perfiles de víctimas y victimarios del conflicto armado; los sobrevivientes de 60 años de guerra han tenido su representación en los foros más polémicos y justos que hemos visto en las últimas décadas: Ex comandantes de la insurgencia y de las autodefensas, militares, líderes sociales, desplazados, secuestrados, empresarios, funcionarios y sacerdotes; voces diversas dispuestas a no derramar una gota más de sangre propia ni ajena; comunidad internacional y colombianos arrepentidos, huérfanos de alegría, niños sin infancia, viejos y jóvenes guerreros, mutilados pero no vencidos.
Siendo honestos -y como dije, con honrosas excepciones-, nos corresponde un mea culpa casi colectivo: no estuvimos listos a desarmar nuestras propias palabras y caímos en la tentación de los estigmas; es evidente que nos ha faltado humildad para desaprender rencores y reconocer errores, y por más idiomas que aprendamos, no entendemos el eco de los cementerios ni el entretejido que le da soporte y ruptura a la complejidad de nuestra historia.
Tal vez no hemos sido capaces de aceptar que el desafío de la paz comienza por reconocernos allá donde nacen las preguntas y los recuerdos de cada uno; allá, en la crianza de las emociones. Reconciliarnos con los demás empieza por tener el valor de reconciliarnos con nosotros mismos, y tal vez así podamos por fin, cumplir lo impostergable.