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Un medio del que solo sobrevive su nombre desplegó una andanada de calumnias contra el colombiano más bondadoso y valiente que conozco: un cura empeñado en curar el alma de nuestro país. Así es que volví a empezar la columna que tenía lista, porque mientras tenga la posibilidad de escribir, no ahorraré palabras para respaldar y agradecer al padre Pacho de Roux su generosidad y su vida entera dedicadas a la verdad y a la paz de Colombia. Lo que él es supera cualquier límite de la condición humana; y ninguna mezquindad podrá opacar el nombre y la gestión del padre al frente de la Comisión de la Verdad. Pero uno, tan de carne y hueso, no se puede quedar callado.
Millones de colombianos aplaudimos de pie a Pacho de Roux; celebramos su corazón, su palabra y fortaleza. Y muchos amamos la dulzura de su abrazo, y lo necesitamos para tener fuerzas, para tener fe. Pacho de Roux nos hace imposible cualquier asomo de claudicación.
Es increíble que no hayan entendido nada de nada quienes quisieran vernos hundidos -otra vez, como lo hicieron para ganar el plebiscito- en el miedo inducido y en la tergiversación de la realidad. Dan lástima quienes se aferran como tabla de salvación a la perpetuidad del conflicto armado, porque sienten que sin guerra no son nada y se quedarían sin discurso ni bandera.
Admitamos que si no fuera por el padre Francisco, por la Comisión de la Verdad, la JEP y quienes han tenido el valor de asumir su responsabilidad en esta desgracia sufrida durante 60 años, seguiríamos adormecidos por la ignorancia de no saber qué pasó en Colombia y qué hacer para la no repetición. La verdad nos ha humanizado y tenemos el deber de proteger la decisión de esclarecer, respetar y honrar la memoria y las víctimas; y amar la vida, por encima de todas las ausencias y de todos los errores.
Que lo sepan Colombia y el mundo: Pacho y los comisionados no están solos; el valor y la historia son sus aliados, y cuentan con todos los que preferimos el dolor de la verdad, a la anestesia de la ignorancia.
Punto aparte. Vuelvo a la columna que iba a enviar. Finalmente ambas llevan implícitas voz, rebeldía y gratitud.
Pocos peldaños separan el mundanal ruido, de un hogar con tallas de madera, incienso, ternura y faroles, estrellas azules y una taza con agua caliente de orégano y limón.
Estaba ahí con mi amiga Pilar, entre el sol y la llovizna, a 424 kilómetros de mi casa, llamando a la puerta de Tita y Pablus Gallinazus, símbolo de la canción protesta en la Colombia de los años 70. Timbramos como quien toca un murmullo en la antesala de una ilusión amasada por décadas.
Empezamos a hablar y en los ojos claros de Tita se juntaron como en un brindis de magias, las nostalgias que cada quien traía a cuestas. Repasamos las notas que fueron voz y refugio en la adolescencia; nos tomamos la sonrisa de Pablus, sus manos de profeta, el agua y el tiempo necesarios para agradecer que todavía tenemos alientos y convicciones, y que nos siguen doliendo como entonces y como siempre, la inequidad y la violencia. Y cantamos las mismas canciones de resistencia de hace 50 años, porque el mundo no ha cambiado tanto como quisiéramos.
Por la noche Piedecuesta se vistió de concierto. La plaza se llenó de jóvenes de 20 años, señores de sombrero y cerveza, abuelas y niños conectados por el claro el cielo azul celeste y una flor para mascar… En el escenario y junto a Tita, Pablus, todo vestido de blanco, tocando la guitarra y el alma de tres generaciones, parecía un Quijote, hermoso y eterno.