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Nuestra ciudad, tan de todos y tan de nadie. Tan predecible para algunas cosas y tan Magritte para otras. Una ciudad de ventarrones inesperados, aguaceros como si esto fuera Macondo y, de repente, un cielo azul como el mejor de los telones de fondo para los campanarios de las iglesias y las copas de los árboles. Una ciudad donde todavía se ve la luna llena, y las esquinas huelen a mojicones y a eucaliptus, a café, a exostos y a helado de vainilla; una ciudad con jardines de rosas, balcones, fachadas de colores y automóviles que cuestan lo mismo que el salario de una familia durante 80 años; y bicicletas que reparten pizzas para los antojos y ungüentos para los dolores.
En esta ciudad que uno sigue amando porque es donde están las raíces y el trabajo, los abuelos y los nietos, los teatros que nos marcaron la vida y las cenizas de nuestros muertos, aquí en esta ciudad, un día cualquiera, amaneció sentado en un andén de mi barrio –no estoy loca ni vi mal– un sofá.
Un sofá grande, tapizado en algo parecido al terciopelo, cuatro patas, brazos y respaldar; en sus buenos tiempos debió ser el orgullo de una sala con retratos de niños, un florero de astromelias y una vida para contar. ¡De cuántos romances y discusiones habrá sido testigo! Cuántas veces le habrán limpiado con esmero una mancha de vino, la anilina de un ponqué de cumpleaños o las migas del tiempo que se agota.
Cuántas Navidades habrá presenciado, cuántos brindis y despechos, cuántos regalos y cuántos miedos. Y hoy está aquí, abandonado en un andén; tiene rasgados los bordes, pero conserva un eco de dignidad.
Mentalidades más prácticas que la mía no les gastaron tiempo a tantas divagaciones y de una vez le avisaron al cuadrante de policía, se quejaron con el edil, con los vigilantes y hasta con el gato, por haber permitido ese exabrupto; por no haberlo notificado en alguno de esos formularios inventados por la civilización para sentir que lo controla todo, cuando –en realidad– no controla ni el aire que respira.
Si Kafka pasó por acá en alguna de sus novelas, seguro se bajó en la penúltima página porque lo superó la realidad.
¿A quién se le ocurre dejar un sofá en medio de un andén?
No faltará que alguna de esas personas que tiene la desfachatez de dormir en las bancas de los parques quiera aprovecharse y decida pasar la noche –quizá la primera en muchos años– sobre unos cojines mullidos. ¡Ahí está el ingrediente que faltaba para que crezca la inseguridad y se tugurice el estrato seis!
Perdón la ironía… pero, así como amo las bombas de jabón en las canciones y en los juegos de los niños, me chocan las burbujas que aíslan a la gente del mundo.
Por favor no me malinterpreten: me encantaría que se respetara el espacio público, que uno pudiera salir a la calle y los andenes no fueran trampas de cemento y ladrillo. Pero le huyo a la sociedad de la quejetería ilimitada, y me pregunto por qué es tan difícil sintonizarnos en clave de encuentro; por qué sentimos que a nuestro alrededor hay más telarañas que hilos conductores; por qué se roba de frente y se ama a escondidas; por qué los viejos se archivan entre mangueras de oxígeno; por qué hay que volver a ser niño para emocionarse con el titilar de una estrella; por qué la confianza se volvió utopía.
Hace poco oí que un pez que vive en cautiverio se muere si no comparte su acuario con otro pez amigo. Nos pasa lo mismo a los humanos, ¿o no?
Acabo de asomarme a la ventana y ahí sigue él. El sofá donde hoy o mañana o toda la semana descansará un vendedor ambulante, mientras espera que alguien le compre un chocolate o le preste una sonrisa.