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Difícil este momento para el Gobierno y para Colombia. Difícil para la familia del presidente y para el ser humano que ejerce el poder.
Será clave la institucionalidad para que perdure la democracia sin morir en el intento y sin desconocer que —para bien o para mal— toda nuestra vida pasa por la condición humana. Las leyes las hacen, las respetan y las atropellan los seres humanos. La justicia la construyen, la imparten y destruyen los humanos. De la matriz al cementerio, existir es un acto imperfecto, atravesado por héroes y cobardes, por usureros y pensadores, por abrazos, puñaladas y ancianos que duermen en las calles.
Difícil momento para seguidores y detractores del presidente, porque es en la complejidad donde se mide la grandeza, donde queda clara la diferencia entre adulación y lealtad, entre persecución y control político, y se les mide el aceite a tantos adalides hechos de burbujas y cartón, que ojalá se preocuparan más por el país que por decir: “Se los dije”.
Necesitamos que los jueces fallen con independencia y la política se sacuda y se cuestione a ver si algún día aprende; pero que nada nos convierta en motosierras físicas ni mentales, que nada nos impida ponernos en los zapatos de los otros y nadie se frote las manos frente al dolor ajeno. Estoy pidiendo consideración con lo humano, no condescendencia en lo legal; estoy pidiendo que obre la justicia, no una horda de verdugos morales, y que la agenda de gobierno siga, porque el país no se puede poner en pausa.
Lamento mucho lo que está pasando con el presidente y su hijo. Duele que las declaraciones estallaran el 3 de agosto, un día en el que todo estaba dado para ratificarnos en la esperanza y matricular a Colombia con una perspectiva de paz. Ese día, frente a 3.500 personas que vinieron de todo el país, el presidente Gustavo Petro y el jefe de la delegación negociadora del ELN, Pablo Beltrán, anunciaron a Colombia —y al pedazo de mundo que sabe que existimos y que llevamos más de 60 años matándonos— un cese al fuego nacional, bilateral y temporal, y proclamaron la creación del Comité Nacional de Participación (CNP), una instancia incluyente, dinámica y plural, encargada de diseñar los mecanismos para que el país hable, sea oído y lo que diga importe y sea parte de la bitácora por la paz.
En esa jornada —horas antes de las noticias judiciales— el presidente Petro pronunció un discurso que ojalá todos oyeran. Me cayeron encima por decir que había sido magistral, pero me ratifico: por su visión histórica y humanista; por su rechazo a la infamia, a la xenofobia y a la insensibilidad; porque no la emprendió contra nadie ni incentivó odios. Instó al ELN a dejar las armas, a estar del lado de la vida, a cambiar las consignas revolucionarias de “Libertad o muerte” por “Libertad y vida”, porque es preciso estar vivos para luchar por la justicia social y la democracia. Invitó al CNP a seducir a Colombia por la paz, a avanzar, a trabajar por la esperanza como expresión política.
Lamento que “la noticia del día” viniera del búnker de la Fiscalía y no del techo que abrigó en Corferias a la guardia indígena, a obispos y artistas, a musulmanes y sindicalistas, a mujeres y empresarios, a ganaderos, afrodescendientes, trabajadoras sexuales y militares retirados, a firmantes de paz y población LGBTIQ+, a mineros, agricultores, exiliados y campesinos.
La procesión de la paz va por dentro, va decidida y dispuesta a no espantarse con los obstáculos. Va con la promesa de tatuarse en el corazón de Colombia, hasta que respetar la vida se vuelva costumbre.