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Dice Mauricio García Villegas, autor de El país de las emociones tristes, que así como las redes son vertiginosas en ritmo y lenguaje, la verdadera conversación democrática necesita lentitud para oír los argumentos del otro. Lo entiendo como un tiempo bendito, una pausa para comprender y tomar aire entre el raciocinio y los impulsos, y recuperar el tiempo que no le hemos dado a escucharnos y hablar sin pisarnos talones y expresiones. Por distintos que seamos y por rotos que estemos, ¿cuándo aprenderemos a no caer en la tentación de los agravios?
Nos ha faltado ser y sentirnos más humanos que predestinados, más adversarios que enemigos, copartidarios de la vida y no consuetas de la violencia. Admitir que entre “persona” y “perdona” sólo hay una letra de diferencia, que podría haber evitado miles de resentimientos y Kfir.
Desde el 25 de enero, en el Hay Festival de Cartagena la cultura se toma sorbo a sorbo calles, teatros y árboles, y la brisa no viene del mar sino de los libros. Es tiempo de festival y de comprendernos, de agradecer cada página en blanco que se convierte en declaración y denuncia, en un puente colgante entre culturas y esperanzas, entre soledades y resurrecciones. Y trasciende.
Llegaron de noche los testimonios de Héctor Abad, Catalina Gómez y Volodymyr Yermolenko sobre ese día fatal en el que un misil ruso destruyó la vida de Victoria Amelina y de 12 ucranianos más. Con Héctor llegó su abrazo como una montaña de afectos, sembrada de duelos, balcones y atardeceres, y veo cómo en él las palabras se quitan sus propias letras para vestirse de nostalgias insalvables.
El día siguiente nos trajo a Adania Shibli, escritora palestina que no se define como escritora. No se autodefine. Punto. Es. Es una mujer valiente, una voz, una denuncia que responde con sencillez y mesura las preguntas de John Lee Anderson, uno de los mejores periodistas del mundo. Por dura que sea la realidad, hay que contarla y uno tiene que saberla.
Luego Velia Vidal, gestora cultural del Chocó, de las entrañas de Colombia, desafiante, llena firmeza y con indeclinable capacidad de no tragar entero y no dejarse vencer por burocracias, ni exclusiones, ni por esa estúpida mirada paternalista propia de los círculos viciosos de la discriminación.
Por la tarde llegaron los Danieles y su rompecabezas en el que encajan deliciosamente el conocimiento histórico de Daniel Samper Pizano, la brillante irreverencia de su hijo Daniel Samper Ospina, Ana Bejarano y su escritura que mezcla sin cálculos valentía y sensibilidad, y mis maestros Daniel Coronell —el hombre del rigor periodístico— y Enrique Santos Calderón, a quien le debo, hace más de 25 años, haberme lanzado al agua de los columnistas… Él me dio la primera mano periodística, me encauzó y encausó con generosidad y cariño, y siento que de alguna manera no me ha abandonado.
Al día siguiente llegaron la ternura y la literatura, en las palabras de mi escritor colombiano actual preferido: Ricardo Silva. Y luego hablaron (cada uno en horas y escenarios distintos) quienes hicieron posible —por parte del gobierno de entonces— ponerle fin al conflicto armado con las FARC: el expresidente Santos, Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo. En caso de emergencia rompa el vidrio del olvido, porque en la memoria y en la verdad están los cimientos de la no repetición. Eso aplica para los temas que trajo cada uno: erradicación de la pobreza, justicia transicional y ¡Aguanta, Ucrania!
A la hora de enviar esta columna sigue el festival. Una línea de espuma se diluye en el mar y salgo ilusionada y alucinada a ver qué me depara el día.