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No son cifras: son gente de piel y barro. Ochocientos mil damnificados por el invierno, 204 muertos, 37 desaparecidos y 281 heridos. Ciento noventa y seis mil familias lo han perdido casi todo; quedaron con sus precarias certezas vueltas añicos, la vida descalza y su cama desbaratada flotando en un arroyo de agua y lodo.
En Colombia hay cerca de 900 municipios afectados por las lluvias y los derrumbes, y 390 han sido declarados en estado de emergencia.
Pensemos por un segundo qué sentiríamos al ver que nuestra casa se la lleva un río, una fuerza violenta que supera con creces y con pedazos de montañas y litros de agua nuestra fragilidad humana.
Desde el 2010 Colombia no sufría un desastre invernal parecido al de ahora; la lluvia ha arrasado hogares, escuelas, puentes y caminos en Barranquilla y en Ocaña, en Tibú, en Cartagena y la Guajira; en la Calera, Pamplonita, Calarcá y Barranca; en San Juan del Cesar, en Quibdó y Puerto Wilches. 507 vías totalmente bloqueadas y más de 600 con cierre parcial. La lluvia se ha llevado el perro del vecino, el catre de la abuela, la olla del sancocho, las botas rotas y el blue jean recién lavado… Se ha llevado los ahorros de toda la vida, los muros de caña y adobe, el cauce de los ríos y las vidas de campesinos, niños y “caminantes no hay camino”.
El gobierno destinó más de 2 billones de pesos para atender las emergencias; la Cruz Roja, la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, bomberos, alcaldías, fundaciones, empresas de obras públicas, maquinistas y líderes sociales trabajan 25 horas al día en la búsqueda de desaparecidos, en la reubicación de las víctimas, el manejo de las aguas y la canalización de ayudas. Colombia es solidaria y afectiva; y cuando se lo propone, también logra ser efectiva.
¡Cómo quisiera que cada palabra escrita en esta columna se convirtiera en una ayuda, en cuatro paredes y una esperanza para una familia damnificada! Les pido encarecidamente que hoy nadie se sienta ajeno al dolor de 800.000 colombianos.
No somos ministerio, presidente, ni socorristas, pero podemos ayudar a ayudar. Los invito a hacer donaciones a la Cruz Roja, al Banco de Alimentos o a la Fundación Solidaridad por Colombia (en esta tragedia invernal, “por tu corazón vive el nuestro” ha entregado alimentos a 500 familias en Cundinamarca).
Apenas uno entra a la página de la Cruz Roja Colombiana dice “Ante las emergencias por lluvias #HazUnClicPorLaVida”. Done la suma que pueda. No se demora más de dos minutos y puede cambiarle la vida a alguien. Todo suma, todo sirve, cada peso se convertirá en kits de alimentación, brigadas móviles de salud y agua potable... una libra de esperanza para miles de hombres, mujeres, niños y niñas que anoche durmieron una cuadra antes de ninguna parte.
En Colombia, ser víctima -de las múltiples violencias que llegan en forma de guerras, tormentas o pobreza- es casi un estado civil, una condición humana o una curva en el ADN. La solidaridad también es parte de nuestra impronta; léase como un acto de justicia social o como un abrazo de vida para uno mismo.
Al gobierno y a la sociedad civil -que somos todos o no somos nadie si nos derrite y derrota la apatía-, les pido, nos pido, conciencia y diligencia.
Ahora, mientras al otro lado de la ventana la realidad nos manda mensajes de urgencia y hay gente durmiendo a la intemperie, los invito a comprender que nuestros lamentos no alimentan, ni protegen ni auxilian. Seamos más latido y menos suspiro. En vez de lástima, responsabilidad, y en lugar de impotencia, generosidad. #HazUnClicPorLaVida. ¿Vale?