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Empiezo a escribir esta columna al final de la tarde del 24 de diciembre. Nos hemos cruzado mensajes llenos de pesebres, Papás Noel, panderetas y trompetas; renos y trineos vuelan por los cielos, mientras los muñecos de nieve sonríen frente a los coros de niños y ángeles. Es Navidad, los humanos hacemos treguas y se callan las balas para que suenen las campanas, pasa el tamborilero con su ropo-pom-pom. El mundo católico celebra el nacimiento del Niño Dios y casi todos intentamos —aun cuando sea por una noche— ser mejores personas.
En Colombia, bordeando el Pacífico, hay un departamento de selvas frondosas y ríos por donde navegan peces y canoas y la arena se mezcla con partículas de oro. Entre atarrayas, pescadores pobres y bailadores de chirimías, entre indígenas y afrodescendientes de zapatos gastados, ahí, en el Chocó, entre las sonrisas más lindas del mundo y miles de espíritus valientes, vive el padre Antún Ramos; él era el párroco de Bojayá cuando el 2 de mayo del 2002 la guerra dejó un Cristo mutilado, emblema de la tensión entre violencia y resistencia, y dejó un pueblo roto, convertido en camposanto, espejo y testigo de la pesadilla y desolación de miles de habitantes.
Antún —cura colombiano, filósofo, teólogo y comunicador social que habla el idioma de Dante y el idioma de la paz— me envió esta Navidad un mensaje distinto a todos; en el suyo no hay 12 cascabeles, ni una estrella de Belén, ni tres reyes magos. Son solo seis palabras escritas en letras blancas: “Hoy no pidas nada, solo agradece”.
No hay tenores ni bombillos; cada quien tiene sus propias luces, los propios motivos de gratitud que han mantenido viva la ilusión. Cierro los ojos y veo pasar las tareas cumplidas y los encuentros que nos ayudaron a no caer en las trampas de la soledad; repaso las voces que sí pudimos oír, los colores que tuvimos ojos para ver y los “te quiero” que alguien nos dijo y nosotros —afortunados nosotros— estábamos ahí, en el momento justo.
Esas seis palabras del mensaje de Antún me hicieron pensar en las vidas que hoy se salvaron en todos los campos en los que no hubo batallas; pienso en las montañas simbólicas o reales que hemos sido capaces de escalar, porque alguien nos dio la mano. Veo los nombres de los enemigos de antes, convertidos en amigos por este aliento casi mágico, mezcla de trabajo y afecto, verdades y reconciliación. Siento cómo suena la risa de un bebé y no importa si al cargarlo mi mano es débil o tiene arrugas: eso pasa porque estoy viva y lo agradezco. Bendigo cada recuerdo, que es la voz de la memoria diciéndome que he andado y sufrido, que he sido feliz y he sido libre.
“Hoy no pidas nada, solo agradece”. Buen blindaje para no caer en la tentación de la melancolía, cuando la tristeza nos hace guiños o el escepticismo (acechando y descarado) con un discurso nos dispara y con otro nos reta a seguirlo.
“Hoy no pidas nada, solo agradece”. Empiezo: gracias, Antún; gracias, familia; gracias, amigos.
Vivimos en un país imperfecto, en el que seguimos matándonos y la violencia camina a sus anchas. Pero a pesar de tantos velorios que nunca debieron ser, la paz anhelada está menos lejos que antes; falta mucho, aunque hoy es más posible porque la agenda nacional gira sobre ese eje. En el centro del poder volvió a ser grave y volvió a ser triste y materia de solución urgente que a la gente la maten. Tendremos —todos— cientos de errores, pero hoy no pido nada, solo agradezco y me sumo a toda audacia que se cometa para salvar una vida. “Humilde zurrón. Ropo-pom-pom”.