Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Uno procura no decepcionar mucho al milagro de la vida; pero ante la tragedia de Gaza, creo que casi todos hemos fallado.
Siempre he pensado que una atrocidad no justifica la consumación de otra, y menos aún si la respuesta viola todos los derechos y tratados humanos, éticos, internacionales, de la paz y de la guerra.
Nunca defenderé a Hamás ni le daré mi beneplácito al terrorismo. Pero el contraataque de Netanyahu (de él, no del pueblo de Israel, porque miles de israelitas han expresado en todos los tonos que su primer ministro no los representa) es un asesinato contra la humanidad.
No puede haber una religión, causa política, defensa personal o territorial ni un diferendo, por arraigado que esté, que dé patente moral o bélica para exterminar a hombres, mujeres y niños que se debaten entre el hambre y el miedo, la sed y la muerte, la enfermedad, el dolor y la orfandad.
Es terrible que un país esté liderado por alguien que avergüenza a cualquier ser humano que tenga dos dedos de conciencia. Pero es aún más deprimente que todo el concierto universal, esta aldea global que ya debería haber aprendido que a la guerra nunca más, no haya sido capaz de detener a un genocida culpable de más de 30.000 muertes y 7.000 desapariciones.
Según datos de Amnistía Internacional, la población de Gaza es (era) de 2,2 millones de personas. De ellas, el 85 % (es decir 1′900.000) han tenido que desplazarse dentro de su franja territorial. Huyeron en caravanas de tristeza, con su atado de resistencia y desolación a cuestas, confiados en que ahí, arrinconados en el extremo sur de la Franja, no los matarían, pero no fue así. Los han bombardeado, disparado y acorralado estando enfermos, heridos y en máxima condición de indefensión.
Netanyahu ha ordenado el asesinato de un pueblo, so pretexto de aplastar entre las víctimas a los integrantes de Hamás y rescatar con vida a los rehenes. Ha destruido hospitales, tiendas de campaña, universidades, refugios y ayudas humanitarias, matando a cerca de 9.000 mujeres y más de 13.000 menores de edad, además de médicos, funcionarios de Naciones Unidas, periodistas y maestros. Pasará a la historia como el hombre más despiadado del siglo XXI, y nosotros, como una comunidad internacional inoperante y maniatada por el miedo a ser desahuciados por los grandes inversionistas, por los más poderosos, por los que saben que nuestra independencia es tan relativa que hasta nos amordazaron la solidaridad.
Celebro el llamado hecho por Sudáfrica a la Corte Internacional de Justicia, la huelga de estibadores en Barcelona y los miles de manifestantes en el mundo entero. Respaldo al presidente Petro en su posición frente a Palestina, y le agradezco no haberse doblegado ante las potencias que tienen en sus manos la economía y demasiados detonadores. Su reciente decisión de suspender la compra de armas a Israel es lo que uno esperaría que hicieran todos los países que consideren que un genocidio es una infamia, y que uno —por principio— no alimenta infamias.
Los organismos internacionales llamados a intervenir han sido insuficientes en su capacidad de respuesta, y a Biden (por quien yo habría votado si fuera ciudadana estadounidense) le ha faltado fortaleza y decisión frente a Netanyahu. Urge, presidente Biden, detener el horror y ahorrarle al mundo más víctimas, más degradación y más toneladas de miseria física y emocional.
Siempre me pesará la sombra de no saber cómo impedir la muerte de al menos un niño en la Franja de Gaza… y les imploro al Cielo y a la Yanna que le devuelvan a la humanidad razón, corazón y compasión.