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En algunos andenes de la autopista sur de Bogotá venden enormes trozos de carne, vísceras que cuelgan de ganchos ambulantes, salpicados por la contaminación de los carros y el barro que dejó el aguacero de ayer. Se consiguen hierbas para el mal de amores, el mal de ojo, los dolores de huesos y los úteros envejecidos. Hay balones para los niños y flores nuevas o usadas para llevar al cementerio, donde duermen los muertos de bolsillos tristes.
Es una vía llena de buses, zorras prohibidas y camiones de acarreos que parecerían dirigirse a algún pueblo fantasma.
Bogotá vive en las montañas, entre el cielo azul y tormentas impredecibles. Como en la película de Miguel Ángel, uno pasa “de la agonía al éxtasis”. Desplazados, ejecutivos, inquilinatos y cirugías de corazón; en una cuadra el mercado con piso de tierra y a la vuelta un Ferrari, dos farmacias y un convento; mesas con manteles bordados y peregrinos noqueados por el somnífero del hambre; bares bohemios, galerías de arte, ¡tanta bondad y tanta violencia! Trapos rojos de miseria y banqueros insaciables. Ocho millones de personas; se subasta la vida entre el valor y el miedo, entre el amor y la soledad. Y nadie nos quitará esta bendita ilusión enseñada a superar las catástrofes cotidianas.
Cuando iba por la avenida, comentaron una entrevista que apareció en un medio semanal —que fue excelente hasta cuando lo acabaron el uribismo y el mal periodismo—. Se preguntaban “¿cuánto vale cuidar a un ex-Farc?”. La pregunta es miserable y la respuesta aun peor, por lo que dice y quién lo dice: el alto comisionado para la Paz. Después del título, lo que sigue es de no creer. Palabra más, palabra menos, deberíamos estar agradecidos porque solo han matado a 303 excombatientes firmantes de paz, mientras que, en su momento, fueron asesinados más de 5.000 exparamilitares. Leyendo la retahíla de señalamientos —que prácticamente dejan una placa de tiro al blanco en la espalda de los exguerrilleros— se podría concluir que el Gobierno actual ha dado lo mejor para protegerles la vida, pero allá ellos si los delincuentes de unas y otras bandas e insurgencias se tiran a matar.
Y el alto comisionado no está solo en su cuestionable estatura. Algo parecido dijo el ministro del Interior, sobre los asesinatos en Arauca: “Bandidos ajusticiando bandidos”.
El viejo oeste era un aperitivo. Vidas desechables, guerras infinitas, ojo por ojo, muerto por muerto, ausencia por ausencia.
(Pausa. Respiren. Lo único más triste que la verdad, sería ignorarla. Por favor lean en Cambio “El número 16”, una bellísima y muy triste columna de Jaime Honorio).
Volvamos a la entrevista en el medio de cuyo nombre no quiero acordarme: el alto comisionado señala dos veces con nombre y apellido a un excomandante de las Farc y repite cuánto cuesta protegerle la vida. Obviamente omite decir que ese mismo firmante del Acuerdo se ha dedicado estos cinco años a liderar encuentros de paz, a pedir perdón por todos los rincones de Colombia y trabaja por la reconciliación de esta sociedad enferma de ignorancias y rencores.
Señor comisionado, usted sale muy sonriente en la foto y es muy pobre en el espíritu. No es tan difícil entender que la vida tiene un valor infinito, pero no tiene precio. Tenemos un compromiso de Estado —no caridad ni opción del gobierno de turno— con los más de 13.000 hombres y mujeres que dejaron las armas y siguen cumpliéndole a la paz.
Otra vez veo desde la ventana los carritos de los hierbateros… Despacio… quizá vendan algo para la inopia del alma.