Héctor Colorado era un campesino con las manos llenas de mangos, tierra y naranjos; estudió segundo de primaria, pasó muchos años en la Universidad Nacional cuidando gallinas y trabajando de obrero, y desde hace mucho vive al otro lado de las estrellas. Su esposa Josefa hizo unos grados de bachillerato en el convento, fue maestra, es una madre paisa, consentidora y valiente y el martes pasado, a sus 94 años, acompañó a su hijo Jesús Abad Colorado a recibir el premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista.
En la década de los 60, poco después del asesinato del abuelo, murió la abuela; dicen que se apagó de tristeza porque al amor de su vida se lo mataron frente a sus ojos. La familia salió desplazada y tíos, abuelos y primos fueron asesinados y desaparecidos, acusados de ser liberales y comunistas. A unos los mataron las FARC, a otros los desapareció el ejército... en el Magdalena Medio, Puerto Berrío, en la India y Cimitarra, uno a uno la violencia les arrancó la vida.
Pero la misión de Jesús Abad no es señalar culpables: lo suyo es generar reflexiones, irradiar una mirada que denuncia el horror venga de donde venga, recorrer la Colombia más castigada por la guerra, dejar en cada caserío su abrazo inmenso y traernos en una imagen los duelos y las resistencias que levantan los sobrevivientes.
A Jesús Abad le constan kilómetros arrasados y cientos de vidas destruidas, pero bien sabe que su trabajo no es trazar una raya que divida para siempre a víctimas de victimarios. Dice que se ha dedicado a pegar los pedazos de esos vidrios rotos que somos; los pedazos de las verdades, de las voces y las arrugas, a ver si aprendemos a mirarnos de frente y reconocemos nuestra cuota de responsabilidad en la tristeza nacional. En la obra de Jesús Abad cabe el mundo de la reconciliación, pero no hay un milímetro disponible para la idiotez del negacionismo, ni para la terquedad de la anti-memoria.
Hay hombres de luz, y Jesús Abad Colorado es uno de ellos. Por eso el mapa del Chocó rodeado de velas encendidas; por eso una casita en medio de la noche estrellada.
Hay hombres de luz y Jesús Abad es tan necesario como el aire y tan sanador como el rocío de las montañas que tanto ama.
Dice que en su casa de infancia no hubo triciclos ni bicicletas… pero lo tenían todo, “había pelotas y tapas de gaseosas”, cariño a manos llenas, comida preparada con amor, tierra fértil y pájaros de colores; y mariposas muy azules y una luna –llena o en pedacito–, y amaneceres que olían a campo y ternura.
Jesús Abad, el hombre (mezcla de artista y testigo, de ancestros campesinos y consignas de paz, de grito y susurros) nos ha contado con sus ojos y su cámara cómo las escuelas y los cementerios, los cuarteles, las iglesias y los bosques se volvieron campos de batalla. Nos ha mostrado la piel de las mujeres y de los perros convertida en trofeos de guerra. Ignorar sus fotos sería como adoptar la cara más cobarde de la complicidad; y Chucho quiere que seamos cómplices, sí, pero de la vida.
Su obra “El Testigo”, es impresionante. No solo es una colección de libros y una exposición por la que han desfilado países, estudiantes, excombatientes, empresarios, maestros, embajadores y periodistas. “El Testigo” es lo que hemos sido, lo que permitimos que sucediera, y lo que jamás deberá repetirse. Es un antídoto contra la resignación. Es resistencia de cuerpos y almas, de árboles que se abrazan y niños que trabajan en las morgues. Es la voz de un país donde se bailan la muerte y el currulao, y entre cruces y tambores hace y hará lo posible y lo imposible para nunca darse por vencido.
Héctor Colorado era un campesino con las manos llenas de mangos, tierra y naranjos; estudió segundo de primaria, pasó muchos años en la Universidad Nacional cuidando gallinas y trabajando de obrero, y desde hace mucho vive al otro lado de las estrellas. Su esposa Josefa hizo unos grados de bachillerato en el convento, fue maestra, es una madre paisa, consentidora y valiente y el martes pasado, a sus 94 años, acompañó a su hijo Jesús Abad Colorado a recibir el premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista.
En la década de los 60, poco después del asesinato del abuelo, murió la abuela; dicen que se apagó de tristeza porque al amor de su vida se lo mataron frente a sus ojos. La familia salió desplazada y tíos, abuelos y primos fueron asesinados y desaparecidos, acusados de ser liberales y comunistas. A unos los mataron las FARC, a otros los desapareció el ejército... en el Magdalena Medio, Puerto Berrío, en la India y Cimitarra, uno a uno la violencia les arrancó la vida.
Pero la misión de Jesús Abad no es señalar culpables: lo suyo es generar reflexiones, irradiar una mirada que denuncia el horror venga de donde venga, recorrer la Colombia más castigada por la guerra, dejar en cada caserío su abrazo inmenso y traernos en una imagen los duelos y las resistencias que levantan los sobrevivientes.
A Jesús Abad le constan kilómetros arrasados y cientos de vidas destruidas, pero bien sabe que su trabajo no es trazar una raya que divida para siempre a víctimas de victimarios. Dice que se ha dedicado a pegar los pedazos de esos vidrios rotos que somos; los pedazos de las verdades, de las voces y las arrugas, a ver si aprendemos a mirarnos de frente y reconocemos nuestra cuota de responsabilidad en la tristeza nacional. En la obra de Jesús Abad cabe el mundo de la reconciliación, pero no hay un milímetro disponible para la idiotez del negacionismo, ni para la terquedad de la anti-memoria.
Hay hombres de luz, y Jesús Abad Colorado es uno de ellos. Por eso el mapa del Chocó rodeado de velas encendidas; por eso una casita en medio de la noche estrellada.
Hay hombres de luz y Jesús Abad es tan necesario como el aire y tan sanador como el rocío de las montañas que tanto ama.
Dice que en su casa de infancia no hubo triciclos ni bicicletas… pero lo tenían todo, “había pelotas y tapas de gaseosas”, cariño a manos llenas, comida preparada con amor, tierra fértil y pájaros de colores; y mariposas muy azules y una luna –llena o en pedacito–, y amaneceres que olían a campo y ternura.
Jesús Abad, el hombre (mezcla de artista y testigo, de ancestros campesinos y consignas de paz, de grito y susurros) nos ha contado con sus ojos y su cámara cómo las escuelas y los cementerios, los cuarteles, las iglesias y los bosques se volvieron campos de batalla. Nos ha mostrado la piel de las mujeres y de los perros convertida en trofeos de guerra. Ignorar sus fotos sería como adoptar la cara más cobarde de la complicidad; y Chucho quiere que seamos cómplices, sí, pero de la vida.
Su obra “El Testigo”, es impresionante. No solo es una colección de libros y una exposición por la que han desfilado países, estudiantes, excombatientes, empresarios, maestros, embajadores y periodistas. “El Testigo” es lo que hemos sido, lo que permitimos que sucediera, y lo que jamás deberá repetirse. Es un antídoto contra la resignación. Es resistencia de cuerpos y almas, de árboles que se abrazan y niños que trabajan en las morgues. Es la voz de un país donde se bailan la muerte y el currulao, y entre cruces y tambores hace y hará lo posible y lo imposible para nunca darse por vencido.