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La respuesta que hace pocos días le envió una adolescente colombiana a una curtida columnista española, es una lección que debemos recibir y capitalizar.
Podríamos, por ejemplo, aceptar que madurez y vejez no son necesariamente sinónimos de sabiduría; y que, al ser más conscientes de todo lo que ignoramos y de lo absurda que resulta la prepotencia, los años deberían hacernos si no más humildes, al menos, menos soberbios. Podríamos ser y estar más dispuestos a aprender de los que vienen, de quienes tienen sus valentías recién estrenadas y sus argumentos menos contaminados. Ellos y ellas tienen las emociones y las preguntas a flor de piel; no nacieron para resignarse, y tienen más de una misión, pero ninguna sumisión. Quizá ahí radica una de las pocas esperanzas que aún sobreviven a la pandemia del pesimismo. Así es que no nos queda a los mayores mirar a los jóvenes desde un pedestal que solo existe en los espejos del narcisismo, o en “los palacios de icopor” de los que habla Carlos Duque.
Por salud mental procuro leer lo menos posible a Salud Hernández. Reconozco que es una mujer audaz, que muchas veces se ha metido en la boca del lobo para escribir una crónica o una columna que ciertamente resulta interesante. La respeto, me parece que tiene un excelente manejo del idioma y un agobiante enfoque de las ideas.
En este caso tuve que leerla para entender el contexto de la respuesta que le escribió Antonella Petro quien, además de ser una adolescente pensante, autónoma y estructurada, es la hija menor del presidente de Colombia.
La respuesta de Antonella tiene fuerza, tiene verdad y ecuanimidad. Da “sopa y seco” en lo conceptual, sin ofender en lo personal, cosa que muy pocos saben hacer y ella lo logra en cada renglón de su carta. Expone sus razones con firmeza y espontaneidad, sin descalificar y sin enviar mensajes subliminales. Contrario a lo que hizo la periodista, Antonella (que es menor de edad), no manda razones ni necesitó intermediarios para decir lo que sintió que debía decir. Da con una gran altura una lección de dignidad, y defiende el valor de la juventud, de la independencia y de la lealtad crítica hacia su padre. Se defiende sin agredir, y eso, en la era de la pugnacidad, es ya una conquista de la razón.
Con el 24 % del siglo XXI vivido, deberíamos haber aprendido -no solo la señora Hernández sino todos- que nuestra juventud no se deja instrumentalizar, y que está donde está y hace lo que hace por convicción y no por seguir los mandamientos de la ley de nadie. La juventud no es una enfermedad ni una debilidad: es una fortaleza vital, pensante y dueña de esa rebeldía que el mundo necesita para no volverse una costra de amnesia y costumbre. Es como el cariño verdadero: “ni se compra ni se vende”; tenerla y ejercerla no equivale a ser títere ni objeto decorativo ni juguete maleable. La juventud tiene su voz propia y potente; no se guía ni se frena por lo que resulte “políticamente correcto”; no se inspira en los factores de conveniencia ni de connivencia, y no se deja asfixiar por esa máscara de tul grisáceo y postizo, que llamamos “prudencia”, y que tanto colinda con la hipocresía.
Independientemente de su filiación política, de si les gusta o les hierve el presidente, o si la columnista Salud los enferma o los alivia, sugiero que lean la respuesta de Antonella. Es una lección genuina y bien planteada. Ojalá nos sirva a los adultos para equivocarnos un poco menos y bajarle dos rayitas a la manía de juzgar. Creo sinceramente que los prejuicios no son más que la voz del miedo, mezclada con algo de ignorancia y vanidad.