Se cumplió el miércoles el encuentro convocado por la Comisión de la Verdad entre exguerrilleros de las Farc y víctimas de ese horrible delito llamado secuestro; así, con sus nueve letras, secuestro, no retenciones. Un delito, no una equivocación.
Algunos analistas han reconocido el enorme valor de esta sesión histórica; otros prefirieron buscarle falencias a la jornada y cuestionaron desde el tipo de escenario hasta la representatividad de las víctimas y el arrepentimiento de los excombatientes. Convendría recordar lo obvio: no hay manuales universales para convertir el odio en perdón y la construcción de paz es un acto de filigrana, heroico, no infalible.
Colombia es una triste demostración de que “nadie es profeta en su tierra”, tenemos los ojos llenos de vigas y demasiadas conciencias oliendo a plomo. El Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición construido en el Acuerdo de Paz es referente en los cuatro puntos cardinales de nuestro conmocionado planeta. Pero en casa el Acuerdo estorba a los jinetes de la guerra; parece que sin una violencia crónica e irreductible, no hay discurso que los sostenga ni ignorancia que los elija.
No es fácil despojarse del traje de combatiente o de la cadena atada al cuello, subirse a un escenario y reconocer frente al mundo que la guerra es bárbara y estéril, que la venganza no tiene sentido y que nadie pide ni ofrece olvido, pero sí perdón. No es fácil confesarse víctima ni victimario: ambas condiciones llevan dentro una inmensa carga de inclemencia y humillación, padecida, cometida y heredada en el marco de un conflicto enceguecedor. Toda Colombia debería ver, sentir y valorar la sesión del miércoles, y los invito a hacerlo.
Exceptuando dos intervenciones bastante apáticas y desenfocadas, todo lo demás (cinco horas) estuvo lleno de sentido, revelaciones, profundidad, tristeza por lo vivido y urgencia vital por lograr la paz.
Llorar es un verbo que no solo se conjuga con lágrimas. Yo sentí valor, verdad y arrepentimiento en las palabras de Pastor Alape y de Rodrigo Londoño, y profundas heridas, pero no sed de venganza ni odio irredimible, en los testimonios de los secuestrados. Sentí la infinita bondad y la generación de confianza en el trabajo del padre De Roux, y la razón y el corazón de los comisionados representados en Marta Ruiz. Sentí la voz quebrada y la valentía intacta de Íngrid Betancourt y todo cuanto ella representa en la historia de la consternación, la dignidad y la fortaleza en medio de la adversidad. Sentí esa parte del país que no permitirá que lo devuelvan a la confrontación armada ni a las cadenas perpetuas impuestas por el miedo y la malevolencia.
Ojalá se quedara mucho más tiempo la Comisión de la Verdad y trabajara también con nosotros, los 50 millones que no estuvimos secuestrados ni empuñamos un yugo ni un fusil, pero nacimos, crecimos y vivimos en un país atravesado por la tiranía de la violencia. Queremos, como sustrato, como piso y aliento de la paz, aprender a reconstruirnos en clave de sol, digo, en clave de luz.
Una lección profundamente conmovedora, este encuentro entre excombatientes y secuestrados. Ahora necesitamos que la sociedad de los escombros, la del silencio y el conflicto crónico, esté dispuesta a reaccionar, a cambiar el rumbo y se permita perdonar y ser perdonada. Si no, la sombra de la guerra seguirá galopando y la paz será otra víctima de la desaparición forzada y de la estupidez sin tregua.
Se cumplió el miércoles el encuentro convocado por la Comisión de la Verdad entre exguerrilleros de las Farc y víctimas de ese horrible delito llamado secuestro; así, con sus nueve letras, secuestro, no retenciones. Un delito, no una equivocación.
Algunos analistas han reconocido el enorme valor de esta sesión histórica; otros prefirieron buscarle falencias a la jornada y cuestionaron desde el tipo de escenario hasta la representatividad de las víctimas y el arrepentimiento de los excombatientes. Convendría recordar lo obvio: no hay manuales universales para convertir el odio en perdón y la construcción de paz es un acto de filigrana, heroico, no infalible.
Colombia es una triste demostración de que “nadie es profeta en su tierra”, tenemos los ojos llenos de vigas y demasiadas conciencias oliendo a plomo. El Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición construido en el Acuerdo de Paz es referente en los cuatro puntos cardinales de nuestro conmocionado planeta. Pero en casa el Acuerdo estorba a los jinetes de la guerra; parece que sin una violencia crónica e irreductible, no hay discurso que los sostenga ni ignorancia que los elija.
No es fácil despojarse del traje de combatiente o de la cadena atada al cuello, subirse a un escenario y reconocer frente al mundo que la guerra es bárbara y estéril, que la venganza no tiene sentido y que nadie pide ni ofrece olvido, pero sí perdón. No es fácil confesarse víctima ni victimario: ambas condiciones llevan dentro una inmensa carga de inclemencia y humillación, padecida, cometida y heredada en el marco de un conflicto enceguecedor. Toda Colombia debería ver, sentir y valorar la sesión del miércoles, y los invito a hacerlo.
Exceptuando dos intervenciones bastante apáticas y desenfocadas, todo lo demás (cinco horas) estuvo lleno de sentido, revelaciones, profundidad, tristeza por lo vivido y urgencia vital por lograr la paz.
Llorar es un verbo que no solo se conjuga con lágrimas. Yo sentí valor, verdad y arrepentimiento en las palabras de Pastor Alape y de Rodrigo Londoño, y profundas heridas, pero no sed de venganza ni odio irredimible, en los testimonios de los secuestrados. Sentí la infinita bondad y la generación de confianza en el trabajo del padre De Roux, y la razón y el corazón de los comisionados representados en Marta Ruiz. Sentí la voz quebrada y la valentía intacta de Íngrid Betancourt y todo cuanto ella representa en la historia de la consternación, la dignidad y la fortaleza en medio de la adversidad. Sentí esa parte del país que no permitirá que lo devuelvan a la confrontación armada ni a las cadenas perpetuas impuestas por el miedo y la malevolencia.
Ojalá se quedara mucho más tiempo la Comisión de la Verdad y trabajara también con nosotros, los 50 millones que no estuvimos secuestrados ni empuñamos un yugo ni un fusil, pero nacimos, crecimos y vivimos en un país atravesado por la tiranía de la violencia. Queremos, como sustrato, como piso y aliento de la paz, aprender a reconstruirnos en clave de sol, digo, en clave de luz.
Una lección profundamente conmovedora, este encuentro entre excombatientes y secuestrados. Ahora necesitamos que la sociedad de los escombros, la del silencio y el conflicto crónico, esté dispuesta a reaccionar, a cambiar el rumbo y se permita perdonar y ser perdonada. Si no, la sombra de la guerra seguirá galopando y la paz será otra víctima de la desaparición forzada y de la estupidez sin tregua.