Una de las decisiones que se deben tomar cuando se vive en Colombia, es no arrojarse ni a los brazos ni a las brasas del miedo. El miedo es un mal negocio emocional, en el que uno fácilmente puede sentirse un poco muerto, caminando en la cuerda floja con los ojos abiertos y los músculos convertidos en piedras fibrosas. Creo que “perder no es cuestión de método” sino cuestión de miedo; es el resultado de la resignación como una forma larvada de esclavitud. El miedo termina por destruir a quien lo produce y a quien lo padece.
Quizá por habernos acostumbrado a la onda expansiva de la intimidación y el temor, nos ha durado tanto la violencia; quizá por eso caímos en la tentación de contar números en vez de contar historias, y hemos ido perdiendo la indignación y el asombro frente a los tiros en la espalda, a los pueblos confinados y los territorios donde hay que pedir permiso para respirar. Quizá por eso nuestro mapa de la violencia es un espejo roto que ya no nos avergüenza, y nos tapa la boca y el alma con un trapo empapado en inercia y cloroformo, en connivencia y rutina.
Celebro -porque interrumpe la niebla- el llamado urgente que están haciendo la educación y la cultura, las artes y los saberes, para una jornada de reflexión-acción en defensa de la paz. Una jornada para pensarnos desde la capacidad de sentir el dolor ajeno, y actuar en consecuencia. ¡A ver si el arte nos rescata hasta de nosotros mismos!, porque luego de 60 años de confrontaciones armadas y nueve millones de víctimas, queda claro que no es en los campos de batalla en donde se rompe la terquedad de la guerra.
También es una responsabilidad ineludible acompañar en medio de la complejidad y la crisis a la delegación del gobierno, que ha tenido el valor de trazar las líneas rojas y, sin perder la firmeza, está haciendo hasta lo imposible por detener la violencia, con diálogo, razón y concertación.
A los comandantes del Ejército de Liberación Nacional que aún no han oído el clamor popular los exhorto a comprender que la paciencia, la generosidad y la tolerancia tienen límites, y son miles de voces colectivas las que encuentran completamente inaceptable el secuestro y el confinamiento, los paros armados y la extorsión. Y sí, también es inaceptable que otros grupos armados estén matando a sus guerrilleros y a la población civil; y es inaceptable el contubernio entre militares y autodefensas, entre clanes y corruptos, entre la indolencia y la impunidad.
Ya no sé si pedir o exigir, porque los verbos de la guerra están heridos. Pero no vuelvan a decirnos que “no nos hagamos ilusiones”, porque un país al que le quitan la esperanza de la paz es un país condenado al desconsuelo, a la rabia y al vacío, y ustedes saben que sobre esos cimientos no se construye una mejor sociedad.
Siento que muchos de sus combatientes ya están cansados de la violencia y ya no quisieran vivir ni morir entre armas; y saben que no tiene sentido ser uno más de los que matan de hambre y aislamiento a las poblaciones más vulneradas. Es un contrasentido que el Ejército de Liberación Nacional base sus finanzas en la compraventa de la libertad ajena, y degrade la condición humana convirtiendo en mercancía el dolor y la gente.
No sé cuándo volveremos a tener un gobierno tan dispuesto a la paz como éste que tenemos ahora. Pero “la vida es un ratico”. Y si a lado y lado de la negociación queremos un país con más equidad y no con más cementerios, no dejemos que el tiempo se nos vaya entre las manos, porque luego será demasiado tarde, demasiado triste, y no habrá quien le quite la sangre a las banderas.
Una de las decisiones que se deben tomar cuando se vive en Colombia, es no arrojarse ni a los brazos ni a las brasas del miedo. El miedo es un mal negocio emocional, en el que uno fácilmente puede sentirse un poco muerto, caminando en la cuerda floja con los ojos abiertos y los músculos convertidos en piedras fibrosas. Creo que “perder no es cuestión de método” sino cuestión de miedo; es el resultado de la resignación como una forma larvada de esclavitud. El miedo termina por destruir a quien lo produce y a quien lo padece.
Quizá por habernos acostumbrado a la onda expansiva de la intimidación y el temor, nos ha durado tanto la violencia; quizá por eso caímos en la tentación de contar números en vez de contar historias, y hemos ido perdiendo la indignación y el asombro frente a los tiros en la espalda, a los pueblos confinados y los territorios donde hay que pedir permiso para respirar. Quizá por eso nuestro mapa de la violencia es un espejo roto que ya no nos avergüenza, y nos tapa la boca y el alma con un trapo empapado en inercia y cloroformo, en connivencia y rutina.
Celebro -porque interrumpe la niebla- el llamado urgente que están haciendo la educación y la cultura, las artes y los saberes, para una jornada de reflexión-acción en defensa de la paz. Una jornada para pensarnos desde la capacidad de sentir el dolor ajeno, y actuar en consecuencia. ¡A ver si el arte nos rescata hasta de nosotros mismos!, porque luego de 60 años de confrontaciones armadas y nueve millones de víctimas, queda claro que no es en los campos de batalla en donde se rompe la terquedad de la guerra.
También es una responsabilidad ineludible acompañar en medio de la complejidad y la crisis a la delegación del gobierno, que ha tenido el valor de trazar las líneas rojas y, sin perder la firmeza, está haciendo hasta lo imposible por detener la violencia, con diálogo, razón y concertación.
A los comandantes del Ejército de Liberación Nacional que aún no han oído el clamor popular los exhorto a comprender que la paciencia, la generosidad y la tolerancia tienen límites, y son miles de voces colectivas las que encuentran completamente inaceptable el secuestro y el confinamiento, los paros armados y la extorsión. Y sí, también es inaceptable que otros grupos armados estén matando a sus guerrilleros y a la población civil; y es inaceptable el contubernio entre militares y autodefensas, entre clanes y corruptos, entre la indolencia y la impunidad.
Ya no sé si pedir o exigir, porque los verbos de la guerra están heridos. Pero no vuelvan a decirnos que “no nos hagamos ilusiones”, porque un país al que le quitan la esperanza de la paz es un país condenado al desconsuelo, a la rabia y al vacío, y ustedes saben que sobre esos cimientos no se construye una mejor sociedad.
Siento que muchos de sus combatientes ya están cansados de la violencia y ya no quisieran vivir ni morir entre armas; y saben que no tiene sentido ser uno más de los que matan de hambre y aislamiento a las poblaciones más vulneradas. Es un contrasentido que el Ejército de Liberación Nacional base sus finanzas en la compraventa de la libertad ajena, y degrade la condición humana convirtiendo en mercancía el dolor y la gente.
No sé cuándo volveremos a tener un gobierno tan dispuesto a la paz como éste que tenemos ahora. Pero “la vida es un ratico”. Y si a lado y lado de la negociación queremos un país con más equidad y no con más cementerios, no dejemos que el tiempo se nos vaya entre las manos, porque luego será demasiado tarde, demasiado triste, y no habrá quien le quite la sangre a las banderas.