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Mi diploma de bachiller lo firmaron dos personas desafiantes y rompedoras de paradigmas; dos liberales de verdad, de los que no endosaban principios ni voluntades y sabían identificar y combatir las dictaduras declaradas y las autocracias camufladas. No sé si se conocieron, pero ambos amaron la independencia y la defendieron como derecho fundamental. Ambos trabajaron por sacar la educación y la rectitud, de las cajas fuertes donde el oscurantismo encierra las más urgentes utopías; sabían que la formación de criterio y de pensamiento crítico son motores para la dignidad personal y colectiva; lucharon por una ciudadanía capaz de elegir -profesión, dirigentes y camino- a conciencia, sin intereses creados ni artilugios ni tramas narcisistas y utilitarias.
Los dos firmantes de mi diploma fueron la Nena Cano -rectora del colegio y entrañable por corazón, convicción y ADN a esta casa de El Espectador- y Luis Carlos Galán, nuestro más joven y brillante ministro de educación; el hombre que habría cambiado el destino de Colombia, si las balas del narcotráfico no lo hubieran asesinado el 18 de agosto de 1989. Una línea de acción ética, liberal y sostenida habría evitado que este ritual entre larvado y perverso que hemos padecido, convirtiera nuestro país en un precipicio con 50 millones de habitantes.
Cuando mataron a Galán, Colombia no solo lloró la muerte del precandidato presidencial más valiente y luminoso que habíamos tenido: Colombia es insólita pero no boba, sabía lo que eso significaba y por eso lloramos la muerte de la esperanza.
El partido liberal se venía deshilachando como un sofá en medio de la jauría; y así ha seguido, desdibujando su identidad, con las huellas dactilares borrosas y el prestigio en los rines; un declive que ojalá nuestros bisabuelos no estén viendo desde el más allá.
Siendo alumno del colegio departamental Antonio Nariño, Galán participó a los 14 años en las manifestaciones estudiantiles contra la dictadura de Rojas Pinilla; se lo llevaron en un jeep, y herido lo detuvieron 24 horas en la plaza de toros de Bogotá. Quizá allá se encontró con mi papá, a quien treparon en un camión del ejército y apresaron por negarse a quitar la bandera negra que ondeaba en nuestro apartamento, en señal de duelo por la violencia contra los estudiantes. El 10 de mayo de 1957 esa pesadilla terminó y empezaron otras, porque la historia de nuestro país se ha dedicado -con poquísimas excepciones- a empatar pesadillas.
Ahora, a los 32 años del asesinato de Luis Carlos Galán, el Nuevo Liberalismo creado por él recupera la personería jurídica; gran noticia para la familia Galán y sus seguidores, para la democracia y para un país que, a pesar de tantos fracasos y tantos asaltos a la confianza y a la vida misma en todas sus expresiones, de alguna manera vuelve y se levanta.
Luis Carlos Galán, periodista, ministro, parlamentario, embajador, candidato, el hombre de la camisa roja y esa mirada que siempre llegaba más allá, fue joven para todo, hasta para morirse.
Todavía es muy pronto para saber dónde aterrizará el Nuevo Liberalismo. Ojalá llegue a donde sume fuerzas, a donde la paz es una bandera y la búsqueda de la equidad una consigna; ahí, donde la democracia es un hecho genuino y ningún extremo ni resentimiento tienen la última palabra. Bienvenido el Nuevo Liberalismo y ojalá se junten las dos esperanzas: ni la de antes ni la de ahora se pueden atomizar ni pisar las mangueras. Hay muy poco tiempo, demasiadas trizas por recoger y un país por reconstruir.