Todo aquello que politólogos, economistas y organismos internacionales no han solucionado, quizá puedan iluminarlo el arte y la cultura.
Por eso es una buena iniciativa la planteada por los organizadores del Hay Festival 2025, cuando nos invitan a formular las preguntas que se les deberían hacer a los grandes escritores, periodistas, cineastas, músicos y pensadores sociales que se presentarán en los escenarios de Cartagena en la edición número 20 del festival.
No hay que tener conexión astral para imaginar el dolor que deben sentir nuestros creadores cada vez que miran el mundo y ven el desastre en el que lo hemos convertido.
Llevamos siglos sin comprender que de poco sirven los triunfos individuales si las sociedades están cada día más descuadernadas; y que ni usted ni yo deberíamos quedarnos tranquilos con nuestras mesas llenas, mientras más de 730 millones de personas tienen hambre en cada centímetro de su piel.
No tengo muchas esperanzas en las bandas presidenciales ni en los directores de grandes corporaciones obsesionadas con los rendimientos financieros. No me convencen los influencers, las deliberaciones en capitolios amañados, ni la inteligencia artificial a menos que sea capaz de estimular la inteligencia natural y social.
Le tengo, sí, mucha fe al arte y a la cultura; al humanismo en todas sus expresiones; a la capacidad de comprender, leer y escribir el alma de las personas y el ritmo de los momentos. Creo en los trazos de los pinceles y en un actor que entrega su vida en cada función. Me convencen un tambor a orillas del río San Juan, el Giotto en Asís, la Polonesa de Chopin y el caminante de Machado. Me dan fuerza las cantaoras de San Jacinto, el Imagine de Lennon y la Primavera de Vivaldi. Y me alienta saber que no han sonado en vano la guitarra de Serrat, los chelos en las plazas y el coro de los hijos de la paz. Y habrá pasado más de medio siglo, pero nada ni nadie me borra las huellas que me dejaron Pablo Neruda, los candelabros de Jean Val Jean y la “Libertad” de Paul Eluard.
A estas alturas -cuando los gurús de las dinámicas mundiales no han sido capaces de erradicar la violencia de la faz de la tierra- solo me queda la ilusión de pensar que la inequidad y las guerras podrían corregir su error y su horror, si -por fin- se dignaran escucharla voz de los poetas y el grito del Guernica.
Propongo entonces aceptar la invitación del Hay Festival y formular las preguntas que deberán responderle el arte y la literatura a un país y a un mundo a punto de acostumbrarse a la geografía de los ríos deshidratados y los mares de plástico; a las escuelas y los hospitales dinamitados; a los viejos que se rinden por soledad y a los niños suicidas. (Sugiero leer columna y libro Botella al mar de Manuel Guzmán-Hennessey).
Hagamos las preguntas insolentes, las que no los dejen dormir, las que no pidan permiso para respirarles en las manos cada vez que se sienten frente al teclado a escribir su próxima novela. Hagamos las preguntas obligatorias en un mundo deshojado; las que haría un cadáver en Ucrania, un náufrago del Mediterráneo o una niña en el Catatumbo. Las preguntas que se hacen los millones de judíos que no son Netanyahu, y los millones de palestinos que no tienen un pedazo de tierra donde sembrar su propio árbol y anclar su propia vida. Hagamos las preguntas necesarias para que la conciencia humana no se cubra de costras, de amnesia a conveniencia ni de indolencia selectiva.
Preguntemos con la rebeldía suficiente para que la tragedia no se perpetúe. #Hay20Preguntas. Necesitamos ayuda y los rectores del mundo necesitan inspiración.
Todo aquello que politólogos, economistas y organismos internacionales no han solucionado, quizá puedan iluminarlo el arte y la cultura.
Por eso es una buena iniciativa la planteada por los organizadores del Hay Festival 2025, cuando nos invitan a formular las preguntas que se les deberían hacer a los grandes escritores, periodistas, cineastas, músicos y pensadores sociales que se presentarán en los escenarios de Cartagena en la edición número 20 del festival.
No hay que tener conexión astral para imaginar el dolor que deben sentir nuestros creadores cada vez que miran el mundo y ven el desastre en el que lo hemos convertido.
Llevamos siglos sin comprender que de poco sirven los triunfos individuales si las sociedades están cada día más descuadernadas; y que ni usted ni yo deberíamos quedarnos tranquilos con nuestras mesas llenas, mientras más de 730 millones de personas tienen hambre en cada centímetro de su piel.
No tengo muchas esperanzas en las bandas presidenciales ni en los directores de grandes corporaciones obsesionadas con los rendimientos financieros. No me convencen los influencers, las deliberaciones en capitolios amañados, ni la inteligencia artificial a menos que sea capaz de estimular la inteligencia natural y social.
Le tengo, sí, mucha fe al arte y a la cultura; al humanismo en todas sus expresiones; a la capacidad de comprender, leer y escribir el alma de las personas y el ritmo de los momentos. Creo en los trazos de los pinceles y en un actor que entrega su vida en cada función. Me convencen un tambor a orillas del río San Juan, el Giotto en Asís, la Polonesa de Chopin y el caminante de Machado. Me dan fuerza las cantaoras de San Jacinto, el Imagine de Lennon y la Primavera de Vivaldi. Y me alienta saber que no han sonado en vano la guitarra de Serrat, los chelos en las plazas y el coro de los hijos de la paz. Y habrá pasado más de medio siglo, pero nada ni nadie me borra las huellas que me dejaron Pablo Neruda, los candelabros de Jean Val Jean y la “Libertad” de Paul Eluard.
A estas alturas -cuando los gurús de las dinámicas mundiales no han sido capaces de erradicar la violencia de la faz de la tierra- solo me queda la ilusión de pensar que la inequidad y las guerras podrían corregir su error y su horror, si -por fin- se dignaran escucharla voz de los poetas y el grito del Guernica.
Propongo entonces aceptar la invitación del Hay Festival y formular las preguntas que deberán responderle el arte y la literatura a un país y a un mundo a punto de acostumbrarse a la geografía de los ríos deshidratados y los mares de plástico; a las escuelas y los hospitales dinamitados; a los viejos que se rinden por soledad y a los niños suicidas. (Sugiero leer columna y libro Botella al mar de Manuel Guzmán-Hennessey).
Hagamos las preguntas insolentes, las que no los dejen dormir, las que no pidan permiso para respirarles en las manos cada vez que se sienten frente al teclado a escribir su próxima novela. Hagamos las preguntas obligatorias en un mundo deshojado; las que haría un cadáver en Ucrania, un náufrago del Mediterráneo o una niña en el Catatumbo. Las preguntas que se hacen los millones de judíos que no son Netanyahu, y los millones de palestinos que no tienen un pedazo de tierra donde sembrar su propio árbol y anclar su propia vida. Hagamos las preguntas necesarias para que la conciencia humana no se cubra de costras, de amnesia a conveniencia ni de indolencia selectiva.
Preguntemos con la rebeldía suficiente para que la tragedia no se perpetúe. #Hay20Preguntas. Necesitamos ayuda y los rectores del mundo necesitan inspiración.