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Empiezo a escribir esta columna a 36.000 pies de altura. Miro con insistencia por la ventanilla del avión: el jueves murió Luis Ignacio Sandoval, Lucho, Luchito, y quién sabe… de repente anda por ahí arando nubes para sembrarlas de paz. Él, con su pinta de abuelo sabio, protector de las comunidades, de la tierra y la verdad, se fue la semana pasada a otro monte más alto y más azul.
En un mundo atravesado por amenazas nucleares, bombardeos y millones de desplazados que tienen que escoger entre huir y respirar, un hombre tan conciliador como Lucho era un tesoro. Fuimos vecinos en las marchas de velas y banderas, en el movimiento Defendamos la Paz y, los martes, en esta casa de El Espectador. Nunca lo vi rivalizar con alguien ni se dejó tentar por esa manía, suicida y extendida, de encender o atizar el fuego amigo. Le preocupaba y ocupaba tanto la unión de Colombia, que creo que no desperdició un minuto de su vida en odiar a nadie.
Cofundador de Redepaz y promotor de la Constituyente del 91, Lucho trabajó por los trabajadores, soñó por los soñadores, defendió a los defensores. Se dedicó a procurar que los derechos humanos llegaran a los humanos más pobres, a los más olvidados, a los que, a pesar de tener mil razones para caer en el escepticismo, caminan hasta encontrar su arcoíris y, sin quedarse atascados en la evidencia del dolor, lo convierten en su tabla de salvación.
Lucho fue generoso en su conocimiento y su alegría casi ingenua irradiaba una ternura protectora. Él sabía vestir de esperanza la tristeza. Luchito no era viejo, era atemporal; eran él y su vocación de paz, él y la sonrisa inmensa, él y un alma grande como una montaña.
Admiraba el valor de los líderes sociales y quiso proteger la sabiduría de las regiones; le dolía cada sindicalista asesinado, cada campesino arrancado de su tierra y su familia, cada excombatiente abaleado en las narices de un Gobierno que oscila, como un péndulo flácido, entre la complicidad y la ineptitud.
En los pueblos y en las juntas de acción comunal adoraban a Lucho, porque siempre fue genuino y respetuoso; mil veces les tendió la mano —les tendió la vida— para disiparles las penumbras más oscuras e intentar suplir la secuencia de abandonos.
Descansa en paz, Luchito. Finalmente y desde un principio, la paz siempre ha sido lo tuyo. No vamos a desistir, pero hará mucha falta tu presencia serena en medio de esta jauría, en esta tierra mal repartida, en este caos multipolar en el que no se cansan de escribir con torpeza y con sangre: “Divide y reinarás”.
¿Sabes? El viernes fui con unos amigos que iluminan el alma y el pensamiento a La Cueva, el emblemático lugar del grupo de Barranquilla, el de las tertulias del siglo pasado entre la imaginación y la cultura, García Márquez, Alejandro Obregón, Grau y otros gigantes del Caribe.
De repente, entre ese intangible de cóndores y mariposas amarillas, un extraño whiskey con naranja y los acordes del son cubano, se fue la luz. Encendieron las velas, di gracias por ti y me acordé de Porfirio Barba Jacob y de su llama al viento, y que el viento la apagó.
La nostalgia es mucho más duradera que la felicidad.
Un mensaje de texto anunció tu velación. Están equivocados, pensé: Tú, el verdadero tú, jamás cabrías en algo tan horrible como una funeraria. Alma libre. Alma buena. Alma de paz. Libraste cien batallas sin un arma y con sola bondad. Me parece oír tu risa de niño grande, mezclada con tus pasos de caminante. Oye… ¿llevaste tu historia, tu ruana y un bastón para recorrer las veredas de la eternidad?