Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Vi, oí y leí la declaración voluntaria de Juan Manuel Santos ante la Comisión de la Verdad, es decir, ante Colombia y el mundo. Chapeau, dirían los franceses. Aquí, ante las reacciones de una sociedad dolida, escéptica y emocional, siento que la mejor escuela sería una que nos enseñara a comprender el idioma de la reconciliación.
Alguien pide perdón y saltan los críticos. Creo que tenemos los oídos cerrados a las palabras de arrepentimiento, y tantos disparos físicos y verbales nos acostumbraron a vivir a la defensiva y la ofensiva; o la sumatoria de violencias nos atornilló el “piensa mal y acertarás” a un hemisferio cerebral proclive a la hostilidad.
No hay perdones completos ni perfectos, pero abracémoslos, porque son valientes, urgentes y son el tejido de la reconciliación.
Un ex presidente, un premio Nobel de Paz, un hombre que fue y volvió de una y cien batallas políticas y conceptuales, pidió perdón por el horror de los falsos positivos; por no haber creído desde un principio que esa infamia estaba sucediendo, y por su demora en actuar cuando estaba al frente del ministerio de Defensa.
El acto de contar su verdad y pedir perdón frente a la Comisión, no convierte a Santos en el mejor hombre del planeta. No borra el tablero, las culpas o las omisiones, ni le devuelve a sus madres los jóvenes asesinados, porque la muerte no tiene remedio.
Pero una vez cometidos los crímenes que Santos atajó (él no los diseñó ni los incentivó), -ésos que llenaron de luto a Colombia y mancharon de vergüenza a las Fuerzas Militares- es inmensamente valioso que el entonces ministro de Defensa, hoy Premio Nobel de Paz, haya pedido perdón. Debería leerse como una brújula en el camino a la reconciliación y una alerta para que ese horror no vuelva a suceder.
Aclaro: yo no he sido santista de profesión. En la columna “Puerto Libertad” que tuve en el Nuevo Siglo, muchas veces le di durísimo, por el silencio frente a las ejecuciones extrajudiciales, y por haber permanecido tanto tiempo al lado de alguien tan nefasto como Álvaro Uribe. En la primera campaña de Santos, apoyé a Mockus. En la segunda, respaldé a Santos, porque se la estaba jugando toda por la paz. Defendí el proceso y defenderé mientras viva, un Acuerdo que, solo en el primer año, nos ahorró más de tres mil muertos. Santos y su equipo negociador lograron el desarme de las FARC y nos demostraron que una guerra degradada y contaminada, sí tenía una solución concertada y libre de plomo. Ellos dieron el paso más difícil, el que era impensable y rallaba con lo titánico… Pero luego vino la tragedia: el triunfo del uribismo y su descendencia política, dedicados a coger a patadas lo que se había pactado como nación. Por eso, no por el Acuerdo, es que la paz volvió a estar lejos. Lejos, pero no se confundan los detractores ni claudiquen los defensores: la paz sigue siendo irreversible.
Acompaño con respeto, el espacio creado por la Comisión de la Verdad, y ese adorable y sabio ser humano llamado Pacho de Roux. Y a Juan Manuel Santos -a quien reproché “en épocas de bárbaras naciones”- hoy, como el 6 de agosto del 2018, le vuelvo a decir, gracias, señor presidente.
¿Quién dio la orden? ¿Tendrán el exministro Camilo Ospina, autor de la directiva 029 de 2005 (creadora de los incentivos a los militares por guerrilleros dados de baja) y el expresidente Álvaro Uribe, el valor que tuvo Juan Manuel Santos, de poner la cara y pedir perdón?
Amanecerá y veremos, con los ojos que nos queden.