Memento mori, una expresión latina que nos recuerda la fragilidad de la vida, lo inexorable de la muerte y lo inútil que es la vanidad. En un país experto en los enunciados de la violencia, podría pensarse que es una evocación redundante. Pero leámosla como una voz de alerta y un decreto antibarbarie, un grito contra el olvido, un susurro que no remendará las vidas rotas pero quizá proteja las que siguen en pie.
Memento mori es también el nombre de la película del colombiano Fernando López Cardona. Aún no se ha estrenado y agradezco haberla visto en uno de los escenarios más impactantes que tiene Bogotá: el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, un lugar que invito a recorrer como un pacto de respeto con el pasado y de compromiso con el futuro. Es emocionante sentirlo, visitar las exposiciones, leer cada frase, cada tela cosida como un testimonio, oler el olor del dolor en las fotografías de lo que nunca debió suceder. Y mirar el cielo en el cielo y en los espejos de agua, a lado y lado de una escalera inmensa por donde bajan el tiempo, la esperanza y las heridas. El Centro está abierto al público y siempre abierto a la verdad; gracias, José Antequera, porque todo lo que ahí sucede tiene sentido.
Volvamos a Memento mori, la película. Me sedujo que en el guion hay muchos diálogos paralelos: el que uno oye y lo que hablan los árboles, los muertos viejos y los nuevos, las casas, los incendios, el río, los silencios. Hablan los NN y los elegidos, los que aparecen flotando en el río, los rostros sin cuerpo y los cuerpos sin rostro. Habla el cementerio y, de vez en cuando, habla el amor que espera y navega entre duelo y duelo.
Esta película —necesaria, nuestra y dolorosa— sucede en Puerto Berrío, un municipio antioqueño a orillas del río Magdalena. El “remolino grande”, le decían antes de recibir su nombre oficial. Tiene cerca de 50.000 habitantes vivos y cientos de memorias de violencia y resiliencia, desapariciones y desplazamiento. Memento nos trae la historia de un cuerpo que aparece decapitado y, para poderlo llorar como es debido, para llevarle flores a una tumba marcada y recuperar la identidad y la dignidad del muerto, hay que encontrar la cabeza. Sólo así podrá descansar. Será un muerto con nombre y un desaparecido menos.
Memento rehumaniza y redignifica, y quienes hemos crecido a la sombra y fuego de una guerra sabemos lo que eso quiere decir.
En el mismo auditorio, cuatro días después, la Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas por la Paz (Redepaz) le entregó al expresidente Juan Manuel Santos una réplica de la escultura Ritual de reconciliación, una obra preciosa hecha por el maestro colombiano José Augusto Rivera. Fundida en bronce, la escultura estará en los jardines del Vaticano y cada año se entregará una réplica a quien gane el Premio Nacional de Paz. Este año el reconocimiento fue para nuestro nobel de Paz, el estadista que se propuso ponerle punto final al conflicto armado entre el Estado y las Farc. El proceso hizo posible lo imposible y en el 2016 logró el desarme de la guerrilla más antigua de América y la reincorporación a la vida civil de más de 13.000 excombatientes. Nos corresponde ahora cumplir plenamente con la implementación del Acuerdo y, a partir de ahí, construir sobre lo construido la paz grande, la más grande posible, ojalá una paz total. 50 millones de sobrevivientes podemos lograrlo y Colombia —con la memoria a cuestas y un horizonte reconciliado— sabrá que llegó el memento vivere (acuérdate de vivir).
Memento mori, una expresión latina que nos recuerda la fragilidad de la vida, lo inexorable de la muerte y lo inútil que es la vanidad. En un país experto en los enunciados de la violencia, podría pensarse que es una evocación redundante. Pero leámosla como una voz de alerta y un decreto antibarbarie, un grito contra el olvido, un susurro que no remendará las vidas rotas pero quizá proteja las que siguen en pie.
Memento mori es también el nombre de la película del colombiano Fernando López Cardona. Aún no se ha estrenado y agradezco haberla visto en uno de los escenarios más impactantes que tiene Bogotá: el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, un lugar que invito a recorrer como un pacto de respeto con el pasado y de compromiso con el futuro. Es emocionante sentirlo, visitar las exposiciones, leer cada frase, cada tela cosida como un testimonio, oler el olor del dolor en las fotografías de lo que nunca debió suceder. Y mirar el cielo en el cielo y en los espejos de agua, a lado y lado de una escalera inmensa por donde bajan el tiempo, la esperanza y las heridas. El Centro está abierto al público y siempre abierto a la verdad; gracias, José Antequera, porque todo lo que ahí sucede tiene sentido.
Volvamos a Memento mori, la película. Me sedujo que en el guion hay muchos diálogos paralelos: el que uno oye y lo que hablan los árboles, los muertos viejos y los nuevos, las casas, los incendios, el río, los silencios. Hablan los NN y los elegidos, los que aparecen flotando en el río, los rostros sin cuerpo y los cuerpos sin rostro. Habla el cementerio y, de vez en cuando, habla el amor que espera y navega entre duelo y duelo.
Esta película —necesaria, nuestra y dolorosa— sucede en Puerto Berrío, un municipio antioqueño a orillas del río Magdalena. El “remolino grande”, le decían antes de recibir su nombre oficial. Tiene cerca de 50.000 habitantes vivos y cientos de memorias de violencia y resiliencia, desapariciones y desplazamiento. Memento nos trae la historia de un cuerpo que aparece decapitado y, para poderlo llorar como es debido, para llevarle flores a una tumba marcada y recuperar la identidad y la dignidad del muerto, hay que encontrar la cabeza. Sólo así podrá descansar. Será un muerto con nombre y un desaparecido menos.
Memento rehumaniza y redignifica, y quienes hemos crecido a la sombra y fuego de una guerra sabemos lo que eso quiere decir.
En el mismo auditorio, cuatro días después, la Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas por la Paz (Redepaz) le entregó al expresidente Juan Manuel Santos una réplica de la escultura Ritual de reconciliación, una obra preciosa hecha por el maestro colombiano José Augusto Rivera. Fundida en bronce, la escultura estará en los jardines del Vaticano y cada año se entregará una réplica a quien gane el Premio Nacional de Paz. Este año el reconocimiento fue para nuestro nobel de Paz, el estadista que se propuso ponerle punto final al conflicto armado entre el Estado y las Farc. El proceso hizo posible lo imposible y en el 2016 logró el desarme de la guerrilla más antigua de América y la reincorporación a la vida civil de más de 13.000 excombatientes. Nos corresponde ahora cumplir plenamente con la implementación del Acuerdo y, a partir de ahí, construir sobre lo construido la paz grande, la más grande posible, ojalá una paz total. 50 millones de sobrevivientes podemos lograrlo y Colombia —con la memoria a cuestas y un horizonte reconciliado— sabrá que llegó el memento vivere (acuérdate de vivir).