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Vientos de agosto. 24 muertos en las tres primeras semanas del mes; tres masacres en menos de 48 horas. Volvimos a las épocas de los niños y los jóvenes, inertes, en los ataúdes que impone la violencia. Volvimos a lo que creíamos superado.
La delincuencia, y no el Estado, ocupó los territorios donde las FARC ejercían el control; y la Casa de Nariño parece no entender las terribles consecuencias de cada obstáculo a la implementación del Acuerdo de Paz. Colombia ha cometido y padecido, dos años de evidente desgobierno.
Encima de todo, se va el Defensor del Pueblo. El hombre que se la jugó toda por recorrer, sentir y comprender cada centímetro de país, de marginación y vulnerabilidad; el de las botas pantaneras (así, como los tenis rojos de su amigo, el infinito Alfredo Molano). Se va Carlos Alfonso Negret, el que tuvo razón con las alertas tempranas: esos avisos urgentes, que demasiadas veces cayeron en escritorios sin fondo, en oídos cómplices o en mandatarios ineptos.
La Defensoría recogió las voces, ahí, donde queda la realidad. Detectó el peligro, avisó, acompañó y protegió hasta donde pudo. Trabajó día y noche durante 4 años en el terreno, con la gente; alcanzó a salvar a algunos, pero a demasiados los mataron: una golondrina no puede hacer verano.
Siento que a Negret, muchas de las altas instancias lo dejaron solo. Lo acogieron con el alma abierta y la verdad dispuesta, las comunidades, el pueblo olvidado, las familias desplazadas, los presos, las etnias que pocos pronuncian; lo acogieron los líderes sociales y esa Colombia que vive y muere en el Chocó, en la Sierra Nevada, en el Cauca y en la frontera.
Por una u otra razón, entre la vida y la muerte siempre hay el naufragio de algo, un puente roto, una palabra diluida en los puntos suspensivos o en los 300 a 1000 metros por segundo que recorre una bala, según, si la dispara un revolver o un fusil.
Se va Negret, y la Colombia olvidada que él no olvidó, lo va a extrañar.
Defensor: guarde siempre en su equipaje el reconocimiento del pueblo al que usted le dio todo su tiempo, emoción y convicción; cada abrazo, cada paso recorrido en los territorios sin agua y en las aguas con sangre. Que sus hijos se sientan orgullosos de un papá que prefirió caminos de barro a helicópteros militares, comprende el idioma de los ríos y se hizo amigo de “los guardianes del equilibrio del mundo”; tomó el café del fogón de leña, y supo que las tradiciones y los ancestros no son trofeos de poder, sino el tejido de la memoria, la raíz del árbol, el arraigo de los sueños.
Hace poco, cuando Negret fue a entregar el bastón de mando que al principio de su gestión le habían dado los koguis en la Sierra, se lo volvieron a dar, como defensor del agua y la tierra. Entonces, bajo la sombra del caracolí, la Colombia del silencio le dio las gracias para siempre.
Al gobierno le quedó grande el país; le quedó grande cumplirle a la paz. Y a nosotros mismos, los desgobernados, nos sobran causas, y nos falta cauce. Y mientras tanto, la muerte sigue andando, como si además de irreversible, fuera inexorable.
43 masacres cometidas entre el 11 de enero y el 22 de agosto de este año, les han costado la vida a 181 colombianos.
Las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo iban en serio. ¿Qué hicimos con las voces que recogió Negret en el corazón de la tierra?
Gloria Arias Nieto