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“Finalmente no somos tan distintos, no sé por qué nos odiamos tanto”. Si yo fuera grafitera llenaría mil muros con esa frase que nos soltó Fidel Cano en la Cinemateca de Bogotá, en el estreno del documental No odiarás. Ese pensamiento podría ser el eje de la reconciliación, de todas las reconciliaciones, la ruta para regresar de las guerras cotidianas y centenarias con los ojos enteros y la decisión de no recaer en el horror.
Piénsenlo. No somos tan distintos. Nos hemos equivocado y —por egoísmo, ignorancia, miedo o alevosía— hemos cortado muchos hilos conductores; caemos en la trampa de sentirnos superiores y creer que el bien y el mal tendrán las coordenadas que nosotros les asignemos. Nos cuesta reconocer que somos frágiles, imperfectos, parecidos en lo esencial y con la posibilidad (la obligación) de trabajar juntos para detener el desangre local y universal.
No odiarás es un documental hecho por Colombia +20 de El Espectador, con el apoyo de la Embajada de Alemania. Ambos se la han jugado toda para que el Acuerdo de Paz sea conocido, comprendido y protegido por Colombia y el mundo. Y esta producción audiovisual está en la cima del trabajo maestro de Gloria Castrillón y su equipo.
El “no odiarás” —narrado por tres mujeres que crecieron en tres de las muchas orillas que tiene el conflicto— podría trasladarse a todas nuestras dimensiones: política, social, económica, ideológica o religiosa.
Tres mujeres que habrían podido quedarse con el disco duro lleno de balas siempre perdidas, rencor y persecuciones decidieron no odiarse. Comprendieron que, en el fondo, todas las orfandades se parecen.
Es impactante sentir que en los 80 minutos de No odiarás la guerra se cuenta como si fuera un oficio a la vez normal y desgarrador. Estas tres mujeres rompieron la devastadora cotidianidad de la violencia, desafiaron su propia historia para que todos la conociéramos y nadie más la tuviera que sufrir en guerra propia.
Las protagonistas son:
Sandra Ramírez (o Griselda Lobo), de familia campesina, excombatiente de las Farc y firmante de paz, fue la compañera sentimental de uno de los insurgentes más temidos de Colombia; luego de 35 años en la guerrilla, Sandra es senadora. Su infancia estuvo marcada por las rosas que sembraba la abuela, los ríos, el machismo, las guayabas de Vélez, las cantimploras de leche en la carretera y cada nueve meses un parto y otro hermano: 18 en total. Siempre luchadora —antes en armas y hoy en paz—, sabe que nunca volverá a la guerra.
Esther Polo Zabala, hija de María Zabala, lideresa de Córdoba, no había nacido cuando las autodefensas llegaron a su vereda y asesinaron a su papá y a otros miembros de su familia. Desde entonces María trabaja por las víctimas del paramilitarismo; Esther heredó ese valor, esa persistencia por lo justo, esa urgencia por rescatar la verdad y los derechos, y a eso dedica su vida.
Bibiana Quintero, hija de un sargento del Ejército de Colombia, juzgado y encontrado culpable de haber cometido crímenes aterradores, que ella —a sus nueve años— jamás habría imaginado. Él era su héroe, pero la niña creció, supo la verdad y tuvo que procesar la realidad. Lo perdonó y, ya como defensora de derechos humanos y activista por la paz, regresó al Catatumbo, la tierra que años atrás su papá había convertido en escenario de crueldad.
Tres historias, 60 años de guerra y ocho millones de víctimas. Si algún grafitero lee esta columna, por favor, dedícale un día y un muro a escribir con letras imborrables: “Finalmente no somos tan distintos, no sé por qué nos odiamos tanto”.