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Víctor Mallarino (el inmenso declamador de García Lorca y del torero Ignacio Sánchez Mejías que murió “a las cinco, a las cinco en punto de la tarde”); Acita, su mujer; y desde siempre, mis papás, oxigenaron mi vida con la magia del teatro. Así desfilaron por mi infancia las cartas de Cyrano de Bergerac, la carreta de Madre Coraje, la ironía de Molière y esa casa llena de valor y nostalgia, donde de Los árboles mueren de pie.
Cuento esto porque el viernes volví a ver Camilo, creación colectiva de La Candelaria, dirigida por Patricia Ariza; y me conmovió -otra vez y como cuando era niña- la fuerza emocional del teatro. Ahora, en pleno proceso de paz con el ELN, este Camilo Torres de La Candelaria no llegó por los periódicos sino por el escenario y en una sala a oscuras repasamos el dolor de los muertos, la urgencia de un cambio social y la religión que se volvió rebeldía. En esta versión de La Candelaria todas y todos somos Camilo: el de la guitarra y el del fusil; el de la sotana y la trinchera; el romántico y la guerrillera. La actriz y el espectador. Y cuando Camilo, ideólogo del ELN, dice que “la victoria final es la paz”, uno sabe que eso es cierto, y es inevitable preguntarse ¿dónde queda el final? ¿Cuánto falta para que todos los ejércitos -regulares, políticos o criminales- que hoy no oyen o no les importa, dejen de tenderle a Colombia su capote de sangre y luto, como si fuéramos otra estrofa mortalmente herida en la arena de García Lorca?
Estamos en un proceso muy complejo con el ELN, y lo único claro es que no se puede desfallecer. Para unos y otros, nada sería más fácil en la inmediatez y más difícil en la proyección, que levantarnos de la mesa y rendirnos a la violencia. Pero darnos por vencidos no es una opción: no hay peor derrota, ni un absurdo más letal, que perpetuar una guerra. Si el ELN tiene voluntad de paz (y yo personalmente creo que sí) y el Gobierno también, el momento es ya. Dilatar lo impostergable sería un suicidio.
Y hablando de suicidios… Les ruego a la JEP y a los firmantes del Acuerdo de La Habana, que no pierdan “ni el espíritu ni la letra” de lo pactado. Que a estas alturas de la vida el desespero por los incumplimientos del Estado colombiano no lleve a los firmantes de paz a irse de la JEP, ni a intentar un nuevo pacto. Al tribunal de cierre, hay que llegar por la JEP. La única vía lógica es una justicia sintonizada con lo acordado, y un Estado que ¡por Dios! le cumpla a los firmantes. Y así parezca obvio, las amnistías y las sanciones, deben darse cuando los firmantes están vivos. ¿Después para qué? ¿para quién? Los excomandantes han sido claros: no quieren dejar de cumplir, no contemplan regresar a las armas, y no quieren morirse “debiéndole al país.” Pero ellos tienen razón y el Estado también debe comparecer, porque la guerra no fue (no es) un monólogo.
Es urgente que el país ejerza la soberanía y le ponga punto final a la impunidad que ha permitido el asesinato de 416 exguerrilleros. Mientras escribo estas líneas, me entero del 6º acribillado este año, y no me cansaré de repetirlo: con los asesinos de líderes, lideresas y firmantes de paz, no se negocia. Con el Clan del Golfo no se negocia, y con la traición, yo diría que tampoco. Donde no hay proyecto político sino brújula criminal, ahorren palabras e inviertan en contundencia.
Vivimos y morimos en un país difícil; pero es el de uno, y uno lo quiere… y algún día será el país de todos, y lo querremos más; y una vez logremos superar la guerra podremos concentrar esfuerzos y persistencia en proteger la paz, y cada bandera blanca, habrá valido la pena.