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Patricia Lara publicó el viernes la columna “Estamos con usted, Francisco de Roux”. Respaldo tanto lo planteado por Patricia, que —perdón— adopto y adapto su título para el “Pazaporte” de hoy.
Cuando escribo sobre Pacho de Roux son la gratitud por su vida, la admiración por su trayectoria y el cariño sin tregua los que se toman las letras y forman palabras, líneas de afecto y de respeto por alguien que le ha entregado su corazón íntegro a la construcción de paz y verdad en Colombia.
No voy a enunciar los hechos que han sido ampliamente difundidos por la prensa desde el martes pasado; diré, sí, que me enardece la conducta del cura Darío Chavarriaga contra los hermanos Llano, cuando ellos eran apenas unos niños y él un nefasto director de estudios en un colegio confesional de Bogotá.
Siento por el abuso sexual el más profundo repudio; peor aún si es cometido contra la infancia; y todavía más repugnante si el perpetrador es un sacerdote. Tengo razones personales y profesionales para sentir desprecio por los curas abusadores, y necesito que ese rechazo quede suficientemente claro.
Otra cosa —que no debería siquiera nombrarse en la misma página ni en el mismo día— es que, apalancados en delitos cometidos por un cura infeliz en los años 70, se pretenda ahora ensombrecer el nombre del padre Francisco de Roux por supuestas omisiones cuando era el superior provincial de la Compañía de Jesús. El padre de Roux hizo lo que podía hacer con las herramientas de entonces, y ha explicado reiteradamente qué haría hoy, a la luz de las nuevas disposiciones legales y eclesiásticas. Con los recursos canónicos del 2014 (cuando el padre de Roux supo del caso) expulsó de la decanatura al cura abusador, lo enclaustró en una residencia para sacerdotes terminales y le prohibió todo contacto con niñas, niños y jóvenes.
No entiendo cómo la Universidad Javeriana le hizo un homenaje “de reconocimiento y despedida” al cura expulsado. Pero eso también es otra cosa, y el padre de Roux nada tuvo que ver con ese exabrupto.
Si hay alguien a quien yo le confiaría mi vida, mi alma imperfecta, mi pasado, mi presente y mi futuro, sería al padre Pacho de Roux, expresidente de la Comisión de la Verdad y ejemplo de una vida entregada a los más vulnerados. Por personas como él uno siente que el creador no se equivocó tanto cuando inventó este mundo. Pacho convierte la bondad en acción y la ilumina con la luz de sus ojos; la ejerce con su valentía, testigo de miles de dolores padecidos por los colombianos en más de 60 años de conflicto armado. La Bondad con mayúscula habita ese hombre que parecería tener la fragilidad de un copo de nieve, y alberga la fortaleza de una montaña.
Un abrazo de Pacho de Roux reconstruye la esperanza y aleja los miedos. A él y a lo que él y la Comisión de la Verdad han hecho por la paz de nuestro país, los defiendo y defenderé en público y en privado, en mis columnas y en cualquier escenario donde pueda hacerlo. Porque él es lo que es, y porque me indigna la manipulación que pretende lesionar su nombre y su legado.
No me nace —en cambio— defender a la Iglesia, ni mucho menos a los curas en genérico. Son muy pocos (auténticos e inolvidables) los sacerdotes en los que he confiado, y siempre agradeceré su amistad, solidaridad y sabiduría. Lo que siento y pienso de Pacho no se lo debo a su condición religiosa: se lo debo a su historia de vida, a la sencilla grandiosidad de su alma que movió y conmovió la mía y la de miles de colombianos que, gracias a él y a la Comisión de la Verdad, hoy estamos 28.580 testimonios más cerca de la reconciliación.