Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Tenemos a disposición del poder económico y político cientos de personajes con recorrido académico sólido, hojas de vida llenas de cargos y honores, y no hemos sido capaces de lograr que el mundo funcione de una manera empática y respetuosa con los seres vivos. Hacemos congresos multitudinarios para oír a los más doctos, a los famosos de siempre… Pero no recuerdo haber sido convocada a un foro planeado y dictado por niños, por enfermos, presos, por los pobres o los viejos. No estamos acostumbrados a consultar a quienes de verdad deberíamos oír. Y cuando campesinos, afros o indígenas levantan la voz para contar el dolor y la fortaleza de su comunidad, son amenazados, perseguidos y muchos de ellos, asesinados.
Valdría la pena saber qué pasaría si en lugar de llenar estanterías con largas sábanas de Excel y estudios teóricos hechos por ingenieros industriales, economistas sin principios de realidad y científicos más obsesionados por la excelencia académica que por la naturaleza humana, se les preguntara no a las eminencias sino a los dolientes, qué harían ellos para evitar -por ejemplo- la deserción escolar, el cierre de los hospitales o la violencia en los territorios. Muchas veces no son los más diplomados sino los más dolientes, los de manos secas y zapatos viejos, los que más conocen la verdad: ésa que duele todos los días y todas las noches en la sala de espera de un hospital, en el rancho ardiendo por un cilindro bomba, en la pieza de alquiler donde solo hay un colchón, una estampita del Sagrado Corazón y un reverbero para el agua de panela del día siguiente.
¿Por qué –por ejemplo– son los expertos y no los niños y las niñas quienes tienen la palabra en los foros sobre maltrato infantil? Y desde luego no se trata de revictimizarlos, pero sí de darles la voz que nunca deberían haber perdido.
Muchas veces nos da miedo tener contacto, involucrarnos, mostrarnos y leernos como somos y no como sería políticamente correcto que fuéramos. Las corazas protegen, pero prefiero tener puesta mi piel imperfecta, que la frialdad de un escudo.
Necesitamos palpar la vida como es; que la voz de la pobreza no sea la de las estadísticas; que los habitantes de calle hablen sobre la indigencia, sobre el hambre que han sentido; sobre esa noche, cuando justo había convertido un periódico en su duvet de plumas, y un policía los obligó a irse de la banca del parque, por quejas de los vecinos… Y que en los grandes auditorios los raspachines indígenas expliquen de una vez por todas que la culpa no es de ellos, y que, si no hubiera millones de consumidores, ellos, los que mezclan sus cicatrices con las de la selva, estarían cultivando caña y no tendrían bandos ni miedos ni huecos en los huesos por el fuego cruzado.
Llevamos siglos condensando en unos pocos la responsabilidad de hacer vademécum de soluciones; y ahí se quedan durmiendo el sueño de los aburridos. Pocas veces (o quizá ninguna) le hemos preguntado al hombre que está al otro lado de la ventana –exponiendo su vida para que nuestros vidrios estén limpios– qué haría él para combatir el mugre en el alma.
Muy pocos les preguntan a los niños qué y cómo les gustaría aprender, cuáles historias del mundo quisieran conocer o dónde empieza el cuento que podrían escribir. Y casi nadie pregunta a los pacientes que llevan años tocando puertas, cómo imaginan ese hospital donde además de curarles lo obvio, les sanarían la tristeza.
Nos falta hacer las preguntas que son y a las personas que siempre deberíamos haber consultado. Eso nos volvería más vulnerables, pero también más humanos y –entonces– habría valido la pena.
Gloria Arias Nieto
