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A Piedad Bonnett aprendí a admirarla por sus libros, a respetarla —hasta la conmoción— por su valentía y a quererla por mi mamá.
A ellas las unió la complicidad de la cultura, su amor por la libertad de pensamiento, por las aulas y las letras como una forma de abordar el mundo.
En el 2013 Carlos Gaviria me regaló Lo que no tiene nombre y me advirtió sobre la dolorosa belleza del libro. Lo dejé sobre mi escritorio por varias semanas porque no me sentía capaz de enfrentar el sufrimiento de su autora, hasta comprender que, si Piedad había tenido el valor de escribirlo, yo debía tener al menos el valor de leerlo. Lo hice, me conmovió hasta el infinito y siempre le agradeceré a Gaviria que me hubiera acompañado con su ternura y sabiduría a recorrer esas páginas magistrales, tan habitadas por la tristeza.
Toda la obra de Piedad está llena de recuerdos ciertos o inventados, de nostalgias, de amores y desamores, de intimidad y soledad. Pero especialmente en este libro es la vida misma la que busca abrirse paso, en cada página, en cada lucha, en cada intento de su hijo Daniel durante sus últimos 10 años, hasta cuando decidió irse a otra dimensión.
Por aquello del aleteo de la mariposa, la vida me permitió compartir con Piedad la mesa de juntas del Teatro Libre; la miraba a ella y me parecía asombroso tener al frente —con un croissant y una libreta de apuntes— a una mujer que ejercía y ejerce la poesía como lanza y escudo, como evidencia, como una bandera que ondea entre la fuerza y la melancolía. Me sentía frente a un duende a la vez frágil y poderoso; la oía hablar y cada día entendía más por qué mi mamá la quería tanto.
Piedad Bonnett recibirá en noviembre el premio de poesía más importante en habla hispana: el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El jurado dice que nuestra escritora “muestra una trayectoria sólida y orgánica, con gran coherencia en su obra poética”. En Piedad las palabras se vuelven imágenes, pasos insalvables, mezcla de ilusión y desolaciones que atraviesan las paredes de una cocina o de un mundo, para quedarse a vivir en el corazón de los lectores.
¡Me hace tan feliz este premio a Piedad! Pienso en todo lo que hay detrás de cada uno de sus libros, los desvelos, las noches de dolor, su infancia, los amores que fueron y vinieron, y el internado (el más liberador de los castigos); pienso en los miedos y las valentías que la han acompañado y la aplaudo de pie, porque es una escritora inmensa, un ser humano dulce y valiente que acaricia las palabras y las incorpora a la esencia de los sentidos.
Una tarde preparamos té en su casa, en su espacio lleno de libros, de cuadros y curiosidades que han atravesado mares y montañas para llegar hasta acá. Trajo a la mesa una caja de mazapanes de colores y me compartió su tesoro. Su casa —como corresponde a una mujer poeta— tiene una luz especial, el sonido y el silencio suenan distinto, hasta el aire tiene otra textura, de mitad sueño y mitad realidad. Una escalera de caracol, más libros, más sueños, más recogimiento. En la casa de una mujer poeta nada pasa en vano y todo deja huella. Al otro lado de las ventanas, la llovizna de Bogotá bajaba como un suspiro húmedo, desde las nubes hasta los árboles que rodean su apartamento.
Gracias, Piedad Bonnett, por tanta honestidad al escribir y nunca darte por vencida; gracias por entregarnos en tus libros la belleza de las palabras, el sentido del amor y del desamor, de los adioses y los abrazos. Gracias porque en tu lenguaje caminan de la mano la vida y la muerte, y cabe todo lo profundo, todo, menos el olvido.