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Lo que está pasando en la política nos obliga a hacernos preguntas que duelen, a cuidarnos para no hablar ex cátedra de nada ni de nadie y a comprender que en este cruce cotidiano de cabos sueltos cualquier cosa puede suceder.
Nos debemos un ejercicio permanente de coherencia, buscar la verdad (o lo que más se parezca a ella) para llegar al fondo de lo bueno, lo malo y lo feo de cada candidato, y tomar decisiones informadas. No podemos volver a entregar el país por agotamiento, por miedo o ignorancia. Ya nos pasó y el costo ha sido demasiado alto; no más, gracias.
Concentrémonos en identificar cuáles son los principios rectores que realmente queremos respaldar. No mordamos anzuelos distractores ni caigamos en la dispersión de adversarios. Lo digo porque a veces parecemos un campo minado en el que, además, se volvió habitual disparar y dispararnos en perdigón.
Tengo focalizadas mis prioridades en defender la propuesta de un gobierno democrático, respetuoso de las libertades que nos hacen humanos y no rebaños, y apoyaré todo ejercicio ético y crítico que nos salve de otra reencarnación del uribismo.
Tengo clarísimo qué no quiero: no quiero, no resisto, no aguantamos otros cuatro años en los que la muerte violenta siga siendo un árbol de cartón y engrudo, en medio de la escenografía nacional. No soporto más tiros en la espalda de los firmantes de la paz, más pueblos confinados por águilas y ejércitos de cualquier color, ni más dilación en la implementación de una reforma rural que le dé dignidad al campo y justicia a la tenencia de la tierra.
No cuenten conmigo para un adiestramiento en resignación colectiva.
No más complacencia frente a la fuerza pública que les estalla los ojos a los adolescentes, ni armas en manos de los civiles, bajo la dudosa y permeable sombrilla de la defensa personal. No quiero que los organismos de control sean la caja menor de aquellos a quienes tienen que controlar. Y creo, en serio, que Colombia explotará si no la ayudamos a curarse de estos últimos años llenos de vacío, improvisaciones y piratas del siglo XXI.
Hago un llamado al no olvido. De poco sirvió diseñar montones de sanciones y castigos, en vez de formar mejores maestros, mejores alumnos, mejores seres humanos. ¿Para qué un puñado de banqueros hinchados, mientras la pobreza galopa incontrolable? ¿De qué nos sirve ser una de las despensas más grandes del mundo, si millones de personas se acuesten cada noche con el mismo estómago desolado de ayer? Mientras las familias colombianas tengan que buscar a los suyos en las morgues y no en los parques, mientras la pena de muerte retumbe en las veredas y la discriminación siga siendo el plato fuerte en el menú de los monarcas urbanos, seremos un Estado moralmente fallido. Eso es lo que debemos derrotar.
A estas alturas ya deberemos ser capaces de elegir un gobierno que no pregone el odio en ninguna de sus modalidades, ni le ponga zancadillas a la vida, a la vida de nadie. Un gobierno que genere respeto por la Constitución y confianza en quien la jure el próximo 7 de agosto, que no ejerza ni justifique ningún tipo de tiranía, y, definitivamente, que sea más proclive a tender puentes que a dar portazos.
No pretendo votar por el holograma de alguien perfecto, y si decidí votar por Fajardo es porque siento que él tiene la disrupción necesaria para romper el continuismo y el equilibrio suficiente para desarticular andamios de males estructurales, sin traspasar para ello los límites de la democracia. Sí, será difícil, retador y emocionante… como todo lo que vale la pena.