“Llegó diciembre con su alegría” y ruiseñores, perros, búhos, tucanes y ardillas reciben la fecha con pavor. Saben que se avecina el estruendo. Sus tímpanos y ojos, y eso que los eruditos llaman sistema nervioso, se les volverán flecos porque sufrirán nuevamente ese ataque absurdo ocasionado todos los años por algunos inconscientes que siguen quemando pólvora para expresar su alegría, su frustración o su despecho.
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“Llegó diciembre con su alegría” y ruiseñores, perros, búhos, tucanes y ardillas reciben la fecha con pavor. Saben que se avecina el estruendo. Sus tímpanos y ojos, y eso que los eruditos llaman sistema nervioso, se les volverán flecos porque sufrirán nuevamente ese ataque absurdo ocasionado todos los años por algunos inconscientes que siguen quemando pólvora para expresar su alegría, su frustración o su despecho.
Los animales saldrán huyendo de los jardines y de los parques, se aturdirán en las terrazas y se preguntarán para qué tanta COP y para qué tanto boom de los ecologistas si un puñado de tercos que no han aprendido nada de nada siguen tirando volcanes y voladores que le causarán a miles de seres vivos unos daños irreparables.
En las salas de urgencias de los hospitales se oirá nuevamente el llanto de los niños quemados por la pólvora; y ahí estarán, ¡qué injusticia! Sus manitos destrozadas y sus rostros marcados para siempre, los cuerpos con mutilaciones y la memoria de un dolor irreversible.
Por donde uno lo mire es una crueldad y una estupidez tirar pólvora como símbolo de celebración. ¿Qué festejo puede valer la vida y la piel, las emociones y los sentidos de personas y animales que resultan lesionados con un estallido que dura 30 segundos en el cielo y toda una vida de trauma y minusvalía?
Hoy, en el día del médico —establecido por la Organización Panamericana de la Salud para honrar la vida y a quienes trabajan por ella—, les suplico a quienes lean esta columna que nos ayuden con sus amigos y con la familia, con el muchacho de la pizza y el cura de la iglesia, con el señor que vende rosas en la esquina, con pescadores, campesinos, alcaldes y tenderos: ayúdennos a lograr un diciembre libre de pólvora. ¿No hemos tenido ya suficientes estallidos y dinamitas rompiéndonos la tranquilidad y la vida, como para agregarnos el daño de un volcán que explota entre las manos y el ruido estruendoso que deja sordos y al borde de la locura a miles de animales?
Demostremos de vez en cuando que el hombre y la mujer somos de verdad los más avanzados y no los más crueles e insensatos en la escala evolutiva.
Demostremos que los demás nos importan, que la empatía no es el nombre de un perfume y que por fin entendimos que la vida es frágil, que romperla puede llevar siete segundos, y que muchas veces ni una eternidad alcanzaría para reconstruirla.
¡No a la pólvora! Debería ser una consigna del sentido común, de respeto por los seres vivos y por la obligación elemental de no causar daño.
¡No a la pólvora! A ninguna… ni en el campo ni en las ciudades, ni para celebrar ni para atacar, ni por alegría ni por miedo, ni para brindar ni para defenderse.
Ayúdennos a decretar y cumplir una tregua desde todos los frentes humanos con todas las fuerzas armadas legales e ilegales, con la naturaleza, con los seres vivos, con el aire y las montañas. Que nadie tenga que huir despavorido por ningún estallido. Por ninguno, ni festivo ni ofensivo. Ni de euforia ni de odio, ni de celebración ni de venganza. Que la pólvora deje de ser un lenguaje, una expresión y un horrendo negocio.
Necesitamos que no estalle diciembre. Que no se destrocen más cuerpos y más sueños. Les propongo que seamos lo que deberíamos ser para no defraudarnos a nosotros mismos y en cualquier lugar donde estemos, desde cualquier orilla del río y de la trinchera, en el taller de carpintería o de ilusiones, en la fábrica de pan o de bisturís, decidamos hacer lo posible y lo imposible para no causar daño. Eso ya sería un pequeño gran paso por la vida, un acto de rebelión contra la tristeza y el dolor.