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Comenzando por el oficio de vivir, las profesiones y las artes deben ser ejercidas con responsabilidad y conocimiento, talante, apego a la verdad y total respeto por la ética de la vida.
El periodismo no se escapa a estas exigencias, y dado el impacto que puede tener en las personas, en las causas y en la sociedad un periodista mal intencionado, inexperto o superficial, hay que ser extremadamente cuidadoso.
Tergiversar o inventarse una declaración, presionar a una supuesta fuente hasta el acoso, descontextualizar o acomodar frases, son prácticas que le quitan credibilidad a un periodista, indignan a quien resulta atropellado y confunden al lector.
Hace poco lo padecí con un joven reportero de cuyo nombre prefiero olvidarme porque esto no se trata de él ni de mí, sino del cuidado que debemos tener con la verdad, con las palabras, con el sentido de las cosas y los contextos, el antes y el después de lo que se dice, se oye y se escribe. Y también se trata de lo que significa reconocer los errores y decir honestamente “perdón, me equivoqué”. Eso no quita el daño causado, pero algo alivia.
Como no soy impasible, y en este caso el reportero no me ha dicho siquiera “lo lamento” escribo esta columna con una mezcla de tristeza y enojo. Y al final, con gratitud.
Del amargo episodio con el reportero, me queda una lección: siempre que uno abra la boca frente a un público, debe pensar que al menos una de las personas allí presentes puede tener la mala leche, la ligereza o la arrogancia necesarias para hacerlo quedar a uno como un zapato, desvirtuar el trabajo hecho por uno o por muchos durante meses o años, y -sin embargo y como si nada- el causante siga tan Johnnie Walker, detrás de su micrófono, de una cámara o un computador. Eso no es justo, pero es lo que hay. Me duele aceptarlo porque soy una crónica defensora de “creer en los demás”, pero no vivimos en Jauja y es preciso distinguir cuándo hay que estar a la defensiva.
Para cerrar, comparto una historia que ojalá sirva de inspiración/reflexión. Hace más de 25 años, cuando Enrique Santos Calderón me abrió las puertas de El Tiempo para escribir la columna Arte y Parte, a las pocas semanas de empezar envié un texto que no fue publicado. No en tono de protesta, sino porque era mi primera vez en un periódico y quería comprender y aprender, le pregunté a Enrique por qué habían “colgado la columna”. Él, que obviamente no tenía por qué hacerlo, me explicó respetuosa y afectuosamente sus razones, que eran absolutamente válidas. A la semana siguiente titulé mi columna con el mismo nombre de la película: “Al maestro con cariño”; era más o menos la narración de lo que acabo de resumir y mi testimonio de gratitud por la lección recibida.
A los pocos días llegó una de esas llamadas que le cambian a uno la vida: el magistrado Carlos Gaviria Diaz estaba en el teléfono. No podía creer que fuera él, su barba blanca, el libertario sin tregua estaba al otro lado de la línea. Me propuso que nos encontráramos, porque le sorprendía que un (una) columnista confesara en público que se había equivocado, y escribiera una columna dándole las gracias al maestro que le había hecho ver el error. A las 72 horas, en la clínica donde trabajaba y a la orilla de un jugo de mandarina, empezamos una amistad que no se acabó ni con su muerte, porque el nuestro es un cariño, una complicidad, “hasta el infinito y más allá”. Por eso, y porque desde siempre mi mamá –mi maestra– me enseñó que reconocer los errores no implica pérdida, sino honestidad, le encuentro tanto valor a decir “lo siento” cuantas veces sea necesario.