Colombia, cuarto día del año 2022. El cuaderno tiene 365 páginas. Dicen que las hojas vienen en blanco, pero no es cierto: traen tatuadas las emociones, ilusiones y decepciones de antes, las de siempre, las que no se leen, pero se sienten como caricias o como guijarros clavados en la historia del cuerpo.
Sin saber a qué horas, los pasos se volvieron huellas y nos convertimos en los mayores de la tribu. Somos piel tejida en un telar de hilos de plata y algodón, de miseria, amores y somnolencia. Somos la mezcla imperfecta de las memorias y el olvido, de conflictos, arte, respuestas a medias y raíces arrancadas de tajo en los desplazamientos. Somos un país de mil batallas, en el que se bailan carnavales y velorios con los pies descalzos y el rostro cubierto por velos negros y encajes rojos. Somos contradicciones, fuerza, agüeros, ciencia y conjuros. Somos sol y sombra de nosotros mismos; la version paralelo cero de las cuatro estaciones: en cada hojarasca, en los diluvios, en cada renacimiento -cuando la vida se atreve-, y en la sequía, cuando el reloj se cansa.
Tenemos tanta historia entre pecho y espalda que este 2022 no es un año nuevo: viene lleno de acuerdos incumplidos y promesas en veremos, y el mandato ético de romper por fin los círculos de la torpeza y la violencia. Afortunadamente nadie (ni dictador ni emporio) nos puede obligar a seguir cometiendo los mismos errores y a seguir cayendo en las mismas trampas. Podemos ser mejores de lo que hemos sido y liberarnos de preceptos anacrónicos, inútiles o perversos. De nosotros depende cambiar el rumbo de las brutalidades cometidas y que el pasado sea el libro que nos enseñe, y no el candado que nos encierre.
Voy por la mitad de la columna… mejor dicho voy por una carretera pequeña, llena de verde y de trópico, cuando me llega una llamada cargada de tristeza, de impotencia, de ese punto inexorable de no retorno: Santiago Patiño, mi primo y amigo del alma, murió hacia las tres de la tarde en un hospital cerca a Nueva York. Se fue con su mitad de la luna, con su guitarra y su alma buena; se llevó esa sonrisa con la que tantas veces fuimos cómplices de la vida, y me dejó los abrazos dados, siempre llenos de verdad y sentido. Habíamos hablado hace poco, el día de Acción de Gracias, y repasamos cada triunfo del cariño, cada encrucijada salvada por la dulce compañía. No sabíamos que en unos días él enfermaría gravemente y nunca volveríamos a vernos. No presentimos que tan demasiado pronto la muerte volvería a tocar la puerta de la familia y del corazón.
Sigo por la carretera, pero la voz se me cierra como si alguien estuviera corriendo una cortina de piedra; ninguna palabra me sirve para describir lo que siento. Santiago es el primero de nuestra generación que va a encontrarse con nuestros papás y nuestros abuelos.
Llego a donde mis primas, casi mis hermanas, y nos abrazamos como si necesitáramos volver a nacer; mejor dicho, como prometiéndonos en silencio que nunca nos vamos a abandonar.
Poco a poco el cielo va cambiando de color; sigue siendo azul intenso, pero ahora ilumina aún más. Las nubes se ven rosadas y amarillas, se reflejan en el espejo del agua, y siento que se vistieron así para recibir a un hombre que desbordaba ternura.
Perdónenme los lectores: cada día es más urgente dedicarle los próximos 12 meses a ponerle punto final a la violencia y otros demonios. Pero hoy la nostalgia se adueñó de las palabras. Descansa en Paz, mi entrañable Santi.
Colombia, cuarto día del año 2022. El cuaderno tiene 365 páginas. Dicen que las hojas vienen en blanco, pero no es cierto: traen tatuadas las emociones, ilusiones y decepciones de antes, las de siempre, las que no se leen, pero se sienten como caricias o como guijarros clavados en la historia del cuerpo.
Sin saber a qué horas, los pasos se volvieron huellas y nos convertimos en los mayores de la tribu. Somos piel tejida en un telar de hilos de plata y algodón, de miseria, amores y somnolencia. Somos la mezcla imperfecta de las memorias y el olvido, de conflictos, arte, respuestas a medias y raíces arrancadas de tajo en los desplazamientos. Somos un país de mil batallas, en el que se bailan carnavales y velorios con los pies descalzos y el rostro cubierto por velos negros y encajes rojos. Somos contradicciones, fuerza, agüeros, ciencia y conjuros. Somos sol y sombra de nosotros mismos; la version paralelo cero de las cuatro estaciones: en cada hojarasca, en los diluvios, en cada renacimiento -cuando la vida se atreve-, y en la sequía, cuando el reloj se cansa.
Tenemos tanta historia entre pecho y espalda que este 2022 no es un año nuevo: viene lleno de acuerdos incumplidos y promesas en veremos, y el mandato ético de romper por fin los círculos de la torpeza y la violencia. Afortunadamente nadie (ni dictador ni emporio) nos puede obligar a seguir cometiendo los mismos errores y a seguir cayendo en las mismas trampas. Podemos ser mejores de lo que hemos sido y liberarnos de preceptos anacrónicos, inútiles o perversos. De nosotros depende cambiar el rumbo de las brutalidades cometidas y que el pasado sea el libro que nos enseñe, y no el candado que nos encierre.
Voy por la mitad de la columna… mejor dicho voy por una carretera pequeña, llena de verde y de trópico, cuando me llega una llamada cargada de tristeza, de impotencia, de ese punto inexorable de no retorno: Santiago Patiño, mi primo y amigo del alma, murió hacia las tres de la tarde en un hospital cerca a Nueva York. Se fue con su mitad de la luna, con su guitarra y su alma buena; se llevó esa sonrisa con la que tantas veces fuimos cómplices de la vida, y me dejó los abrazos dados, siempre llenos de verdad y sentido. Habíamos hablado hace poco, el día de Acción de Gracias, y repasamos cada triunfo del cariño, cada encrucijada salvada por la dulce compañía. No sabíamos que en unos días él enfermaría gravemente y nunca volveríamos a vernos. No presentimos que tan demasiado pronto la muerte volvería a tocar la puerta de la familia y del corazón.
Sigo por la carretera, pero la voz se me cierra como si alguien estuviera corriendo una cortina de piedra; ninguna palabra me sirve para describir lo que siento. Santiago es el primero de nuestra generación que va a encontrarse con nuestros papás y nuestros abuelos.
Llego a donde mis primas, casi mis hermanas, y nos abrazamos como si necesitáramos volver a nacer; mejor dicho, como prometiéndonos en silencio que nunca nos vamos a abandonar.
Poco a poco el cielo va cambiando de color; sigue siendo azul intenso, pero ahora ilumina aún más. Las nubes se ven rosadas y amarillas, se reflejan en el espejo del agua, y siento que se vistieron así para recibir a un hombre que desbordaba ternura.
Perdónenme los lectores: cada día es más urgente dedicarle los próximos 12 meses a ponerle punto final a la violencia y otros demonios. Pero hoy la nostalgia se adueñó de las palabras. Descansa en Paz, mi entrañable Santi.