Si algo hemos aprendido en estos 100 años de inequidades y rupturas es el valor de la resistencia, esa decisión colectiva de no entregar las banderas ni arrodillar la vida. Resistir es demostrar que la fortaleza no se deshoja como las margaritas y que la voz humana no se hizo para volverse esclava de la pleitesía. Resistir es lo que hacemos cada minuto, cuando nos damos cuenta del dolor y seguimos adelante.
Esta semana se presentó, en el Teatro Colsubsidio Roberto Arias Pérez, el festival Sonidos de Resistencia. Músicos de Colombia, México y Chile, escritores, víctimas de la violencia, gestores de paz, protestantes vivos y muertos, huérfanos de padres y de hijos, y huérfanos de tierras para una casa o para una tumba con nombre elevaron su voz sobre el escenario. Las tablas se abrieron para oír la verdad de un país con el corazón roto y remendado… tantos testimonios de lo que fue y nunca debió ser, tantas expresiones de dolor mezclado con esperanza, de conmoción y compasión… ¿Qué hacer para no reincidir en el error y en el horror? ¿Cómo reconstruirnos sin duda y sin miedo, “hasta que amemos la vida”? En el último aplauso ya sabíamos que la realidad así, descalza y vestida de arte, contada y cantada entre luces y acordes, lo cambia a uno, lo confronta, lo cuestiona y a veces —solo a veces— nos perdona.
El miércoles, César López, el hombre que a partir de un fusil hizo una guitarra para recorrer con sus notas de paz todas las coordenadas de nuestras guerras, el artista bellamente descrito por Ricardo Silva como “el Jesús Abad de la música”, nos dio mucho más que un concierto: lo suyo fue un homenaje a las víctimas de esta violencia que nos sigue desangrando, un grito de protesta por los asesinatos de líderes sociales, de excombatientes, de los muchachos de la primera línea y los niños bombardeados. Después de cada canción venía un testimonio, una lectura, una confesión de perdón o tristeza, de auxilio y de nunca más. Tres horas, una función, mil espectadores con los ojos inundados y el alma con la misma pregunta como un estallido: ¿cómo hemos sido capaces de aguantar tantas tristezas, abusos, masacres y desplazamientos? Y cómo, Dios mío, ¡cómo seguimos vivos! Seguimos vivos porque hay tanto por qué trabajar, tantas cosas por cambiar, tanta dignidad por rescatar y tanta memoria por cuidar, que no podemos darnos el lujo de no estar aquí. Para resistir primero hay que ser (humanos, valientes, sensibles) y hay que estar vivos.
El jueves estuvo la banda chilena Juana Fe, mezcla de ritmos entre Jamaica, rumba africana, samba y cumbia. Mezcla de protesta, fusión de crítica, instrumentos y voz abierta a la realidad social y política de América Latina.
Y el viernes, monumental, llena de ternura y de una fuerza contagiosa, Vivir Quintana, la cantautora de Coahuila (México), plena de dulzura y rebeldía, entregada a la causa de visibilizar el dolor de las mujeres, el abuso sexual y el maltrato a las hijas y a las madres de un continente vulnerado por siglos de machismo. Vivir Quintana, ella, tan genuina y cercana, tan ella, volvió música la sororidad (solidaridad entre mujeres, unión frente a la violencia). En un abrazo inmenso con su voz y su guitarra, con un acordeón al fondo que se abría y cerraba así como respira la nostalgia, nos convocó a “vivir sin miedo”, a no quedarnos calladas cuando nos rompen la piel o cuando intentan quebrarnos el alma.
Que suene la vida como una declaración de amor y valentía. Que se enteren todos: no estamos solas, ya nadie está solo, porque somos resistencia.
Si algo hemos aprendido en estos 100 años de inequidades y rupturas es el valor de la resistencia, esa decisión colectiva de no entregar las banderas ni arrodillar la vida. Resistir es demostrar que la fortaleza no se deshoja como las margaritas y que la voz humana no se hizo para volverse esclava de la pleitesía. Resistir es lo que hacemos cada minuto, cuando nos damos cuenta del dolor y seguimos adelante.
Esta semana se presentó, en el Teatro Colsubsidio Roberto Arias Pérez, el festival Sonidos de Resistencia. Músicos de Colombia, México y Chile, escritores, víctimas de la violencia, gestores de paz, protestantes vivos y muertos, huérfanos de padres y de hijos, y huérfanos de tierras para una casa o para una tumba con nombre elevaron su voz sobre el escenario. Las tablas se abrieron para oír la verdad de un país con el corazón roto y remendado… tantos testimonios de lo que fue y nunca debió ser, tantas expresiones de dolor mezclado con esperanza, de conmoción y compasión… ¿Qué hacer para no reincidir en el error y en el horror? ¿Cómo reconstruirnos sin duda y sin miedo, “hasta que amemos la vida”? En el último aplauso ya sabíamos que la realidad así, descalza y vestida de arte, contada y cantada entre luces y acordes, lo cambia a uno, lo confronta, lo cuestiona y a veces —solo a veces— nos perdona.
El miércoles, César López, el hombre que a partir de un fusil hizo una guitarra para recorrer con sus notas de paz todas las coordenadas de nuestras guerras, el artista bellamente descrito por Ricardo Silva como “el Jesús Abad de la música”, nos dio mucho más que un concierto: lo suyo fue un homenaje a las víctimas de esta violencia que nos sigue desangrando, un grito de protesta por los asesinatos de líderes sociales, de excombatientes, de los muchachos de la primera línea y los niños bombardeados. Después de cada canción venía un testimonio, una lectura, una confesión de perdón o tristeza, de auxilio y de nunca más. Tres horas, una función, mil espectadores con los ojos inundados y el alma con la misma pregunta como un estallido: ¿cómo hemos sido capaces de aguantar tantas tristezas, abusos, masacres y desplazamientos? Y cómo, Dios mío, ¡cómo seguimos vivos! Seguimos vivos porque hay tanto por qué trabajar, tantas cosas por cambiar, tanta dignidad por rescatar y tanta memoria por cuidar, que no podemos darnos el lujo de no estar aquí. Para resistir primero hay que ser (humanos, valientes, sensibles) y hay que estar vivos.
El jueves estuvo la banda chilena Juana Fe, mezcla de ritmos entre Jamaica, rumba africana, samba y cumbia. Mezcla de protesta, fusión de crítica, instrumentos y voz abierta a la realidad social y política de América Latina.
Y el viernes, monumental, llena de ternura y de una fuerza contagiosa, Vivir Quintana, la cantautora de Coahuila (México), plena de dulzura y rebeldía, entregada a la causa de visibilizar el dolor de las mujeres, el abuso sexual y el maltrato a las hijas y a las madres de un continente vulnerado por siglos de machismo. Vivir Quintana, ella, tan genuina y cercana, tan ella, volvió música la sororidad (solidaridad entre mujeres, unión frente a la violencia). En un abrazo inmenso con su voz y su guitarra, con un acordeón al fondo que se abría y cerraba así como respira la nostalgia, nos convocó a “vivir sin miedo”, a no quedarnos calladas cuando nos rompen la piel o cuando intentan quebrarnos el alma.
Que suene la vida como una declaración de amor y valentía. Que se enteren todos: no estamos solas, ya nadie está solo, porque somos resistencia.