Amo la alianza entre el arte, las líneas de tiempo y la fuerza de la imaginación. Hoy quiero compartirles tres momentos que viví en el marco de la jornada “La escuela abraza la verdad”. Una jornada de reflexión colectiva; no una cátedra ni una cartilla, sino una decisión para la vida, una oportunidad para pensarnos en clave de reconocimiento y paz. Los círculos restaurativos nos permiten conversar, no con miedo sino con esperanza, y eso puede cambiar el corazón de Colombia.
En el centro de Bogotá está La Candelaria, un colegio público en el que se habla francés y nada es imposible. Se educa para rescatar la vida, el futuro y la alegría de los y las adolescentes que han sido rechazados por otros colegios.
Asistimos a la presentación de un muchacho que estuvo en la Primera Línea en el Paro Nacional del 2019. Su cara descubierta es una mezcla de clamor y ternura, de certezas acumuladas -como si fuera un viejo-; y hay algo de súplica en los ojos, como si a sus 20 años ya trajera mucho cansancio a cuestas. Solo son él y su escudo de latón con las franjas amarilla, azul y roja. “Señor tombo, quítese el casco que yo ya me quité la capucha”. La suya es la voz de protesta de miles de jóvenes cansados de tocar puertas y ser una y otra vez excomulgados de la sociedad. Por pobres, por negros, por desplazados; porque nadie les ha dado un diploma que avale la escuela de la vida; porque el hambre borra la capacidad de confiar en quienes todo lo tienen y poco se conmueven. Nos contó su dolor y su aliento, su generación, su no rotundo a la resignación. Y no hay que ser mago ni anarquista -sólo hay que estar vivo- para oír la voz de sus ojos negros… Señor tombo, señor hermano, le propongo reconocernos en nuestros abuelos campesinos, en la vereda que abandonamos cuando nos desplazó la violencia. Le propongo reconocernos en su juventud y en la mía; en sus sueños rotos y en nuestro derecho a reconstruirlos. Las heridas de todas las violencias nos deberían doler en colectivo. Al final lo abrazo como si viniéramos de un naufragio. Cuídate, porque la vida apenas empieza.
En el mismo salón una niña mujer actúa, baila, irradia una luz especial. “Fui guerrillera, firmante de paz y hoy soy actriz”. Cambió las armas por la cultura, y la plasticidad de su cuerpo ya no está en función de las selvas a media noche, sino de una danza suave, convincente, como un ritual de sanación; los suyos son gestos de paz, y toda ella se mueve como una intuición. Es imposible estar frente a esta niña mujer y no darse cuenta de la fragilidad, de la necesidad de construir convergencia y reconciliación. Toda bala es perdida y toda vida es sagrada. Y nuestro reloj de sangre y arena nos dice que el tiempo es ya, que no da espera, porque esperar agobia y ya fue demasiado.
Caminamos unas cuadras entre fachadas de colores y andenes de piedra y tiempo y llegamos a la escuela de la primera infancia. Todo allí es impecable y uno siente que este microcosmos protege del mundo exterior. De repente una niña de 4 años me mira, me abraza con una fuerza inesperada y me pregunta: “¿Tú te acuerdas de mí?” Sé que nunca la había visto y -sobre todo- sé que nunca la olvidaré. Mientras la abrazo como si fuera la huésped más consentida de mi memoria, pienso que quizá eso es lo que nos ha hecho falta: acordarnos de los que nunca hemos conocido, pero están ahí, aquí, con el corazón abierto a la ternura y a un cariño sin prólogo ni condición.
Los adultos tenemos mucho por contar, pero las verdaderas enseñanzas están en el alma de los niños.
Amo la alianza entre el arte, las líneas de tiempo y la fuerza de la imaginación. Hoy quiero compartirles tres momentos que viví en el marco de la jornada “La escuela abraza la verdad”. Una jornada de reflexión colectiva; no una cátedra ni una cartilla, sino una decisión para la vida, una oportunidad para pensarnos en clave de reconocimiento y paz. Los círculos restaurativos nos permiten conversar, no con miedo sino con esperanza, y eso puede cambiar el corazón de Colombia.
En el centro de Bogotá está La Candelaria, un colegio público en el que se habla francés y nada es imposible. Se educa para rescatar la vida, el futuro y la alegría de los y las adolescentes que han sido rechazados por otros colegios.
Asistimos a la presentación de un muchacho que estuvo en la Primera Línea en el Paro Nacional del 2019. Su cara descubierta es una mezcla de clamor y ternura, de certezas acumuladas -como si fuera un viejo-; y hay algo de súplica en los ojos, como si a sus 20 años ya trajera mucho cansancio a cuestas. Solo son él y su escudo de latón con las franjas amarilla, azul y roja. “Señor tombo, quítese el casco que yo ya me quité la capucha”. La suya es la voz de protesta de miles de jóvenes cansados de tocar puertas y ser una y otra vez excomulgados de la sociedad. Por pobres, por negros, por desplazados; porque nadie les ha dado un diploma que avale la escuela de la vida; porque el hambre borra la capacidad de confiar en quienes todo lo tienen y poco se conmueven. Nos contó su dolor y su aliento, su generación, su no rotundo a la resignación. Y no hay que ser mago ni anarquista -sólo hay que estar vivo- para oír la voz de sus ojos negros… Señor tombo, señor hermano, le propongo reconocernos en nuestros abuelos campesinos, en la vereda que abandonamos cuando nos desplazó la violencia. Le propongo reconocernos en su juventud y en la mía; en sus sueños rotos y en nuestro derecho a reconstruirlos. Las heridas de todas las violencias nos deberían doler en colectivo. Al final lo abrazo como si viniéramos de un naufragio. Cuídate, porque la vida apenas empieza.
En el mismo salón una niña mujer actúa, baila, irradia una luz especial. “Fui guerrillera, firmante de paz y hoy soy actriz”. Cambió las armas por la cultura, y la plasticidad de su cuerpo ya no está en función de las selvas a media noche, sino de una danza suave, convincente, como un ritual de sanación; los suyos son gestos de paz, y toda ella se mueve como una intuición. Es imposible estar frente a esta niña mujer y no darse cuenta de la fragilidad, de la necesidad de construir convergencia y reconciliación. Toda bala es perdida y toda vida es sagrada. Y nuestro reloj de sangre y arena nos dice que el tiempo es ya, que no da espera, porque esperar agobia y ya fue demasiado.
Caminamos unas cuadras entre fachadas de colores y andenes de piedra y tiempo y llegamos a la escuela de la primera infancia. Todo allí es impecable y uno siente que este microcosmos protege del mundo exterior. De repente una niña de 4 años me mira, me abraza con una fuerza inesperada y me pregunta: “¿Tú te acuerdas de mí?” Sé que nunca la había visto y -sobre todo- sé que nunca la olvidaré. Mientras la abrazo como si fuera la huésped más consentida de mi memoria, pienso que quizá eso es lo que nos ha hecho falta: acordarnos de los que nunca hemos conocido, pero están ahí, aquí, con el corazón abierto a la ternura y a un cariño sin prólogo ni condición.
Los adultos tenemos mucho por contar, pero las verdaderas enseñanzas están en el alma de los niños.