El Espectador invitó a los columnistas a escribir positivamente sobre alguien “por quien nunca votaríamos”; alguien ideológica o políticamente opuesto, a quien usualmente criticamos. Nos plantearon resaltar un aspecto favorable de ese contrario, un “encuentro memorable”, y contar esa otra cara de la moneda. Si más instancias promovieran que la vocación nacional no fuera volver flecos a los adversarios sino suturar heridas, los sepultureros tendrían menos oficio, el odio perdería la batalla y —consciente de su fracaso— la violencia se retiraría del juego.
Mi “personaje” elegido para este ejercicio convocado por el periódico es mi contraparte en una mesa de negociaciones por la paz. Primero fue la Segunda Marquetalia, y luego, cuando su fundador los expulsó sin ni siquiera darles la cara, el grupo que representa cerca del 80 % de sus combatientes eligió llamarse Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano y, desafiando hasta sus propios orígenes, decidieron quedarse en la mesa de paz; ellos, hoy, son nuestros interlocutores.
Son lo que son y lo que sienten. Lo que han hecho y lo que temen. Están fuera de la ley, pero ante todo son seres humanos; víctimas y victimarios de violencias múltiples, cargan las huellas de la clandestinidad y el ruido de los bombardeos sobre sus cabezas. Hay en sus palabras inteligencia, abandono y esperanza, y una línea demasiado borrosa entre el bien y el mal. Miles de hectáreas de coca financian carreteras y escuelas que ellos mismos han construido para las comunidades marginadas, allá, donde el Estado lleva siglos sin llegar.
Mis papás y yo pasamos por serias amenazas guerrilleras y por sentencias de muerte enviadas por los extraditables. Así es que sí, siento que es “memorable” esto de poder conversar días enteros con la contraparte y encontrar historias y vacíos que llevaron a los alzados en armas a tomar las decisiones que tomaron. Es “memorable” la capacidad de ambos de sostener la mirada y plantearnos mutuamente nuestros límites, posibilidades y metas. Ellos son ilegales y nosotros no, pero a estas alturas de nuestros muertos e inequidades, la inocencia es un sofisma y la responsabilidad tiene que dejar de ser un jabón resbaladizo.
Han pasado seis meses desde la instalación de la mesa y ambos hemos demostrado que no queremos perdernos en laberintos insalvables; ambos sabemos que indígenas y campesinos —podrían ser sus hermanos— no pueden seguir cayendo en medio del fuego cruzado.
Ni la pobreza ni la falta de oportunidades justifican el uso de las armas como método transformador. Bala es bala y no me consuela si quien dispara es legal o ilegal, analfabeta o doctorado, “raspachín” o terrateniente. Pero ni la vida ni las decisiones surgen por generación espontánea, y ellos están ahí por una cadena de ausencias y errores, ambiciones, injusticias y precariedades. Para comprenderlo (ojo, dije comprender, no justificar) se requieren altas dosis de disrupción y empatía.
Tumaco. Nos tomamos un café y llegan a la mesa de diálogos —como presagio de algo bueno— veinte panelas “La Tumaqueña”, hechas por combatientes en la laguna de Chimbusa. Las partimos en trozos y las compartimos radiantes, como cuando éramos niños y nadie era culpable de nada.
Basta con oírlos genuinamente para entender que detrás de cada alias y de cada foto judicial, en la mira del fusil de mercenarios y caza recompensas que ojalá siempre fracasen, hay un ser humano y una familia que hace años no puede abrazarse.
Para amigos y contradictores, para amores, lectores y maestros, una Navidad bonita, sincera y en paz, y un 2025 del que podamos sentirnos orgullosos. “Pazaporte” volverá el 14 de enero.
El Espectador invitó a los columnistas a escribir positivamente sobre alguien “por quien nunca votaríamos”; alguien ideológica o políticamente opuesto, a quien usualmente criticamos. Nos plantearon resaltar un aspecto favorable de ese contrario, un “encuentro memorable”, y contar esa otra cara de la moneda. Si más instancias promovieran que la vocación nacional no fuera volver flecos a los adversarios sino suturar heridas, los sepultureros tendrían menos oficio, el odio perdería la batalla y —consciente de su fracaso— la violencia se retiraría del juego.
Mi “personaje” elegido para este ejercicio convocado por el periódico es mi contraparte en una mesa de negociaciones por la paz. Primero fue la Segunda Marquetalia, y luego, cuando su fundador los expulsó sin ni siquiera darles la cara, el grupo que representa cerca del 80 % de sus combatientes eligió llamarse Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano y, desafiando hasta sus propios orígenes, decidieron quedarse en la mesa de paz; ellos, hoy, son nuestros interlocutores.
Son lo que son y lo que sienten. Lo que han hecho y lo que temen. Están fuera de la ley, pero ante todo son seres humanos; víctimas y victimarios de violencias múltiples, cargan las huellas de la clandestinidad y el ruido de los bombardeos sobre sus cabezas. Hay en sus palabras inteligencia, abandono y esperanza, y una línea demasiado borrosa entre el bien y el mal. Miles de hectáreas de coca financian carreteras y escuelas que ellos mismos han construido para las comunidades marginadas, allá, donde el Estado lleva siglos sin llegar.
Mis papás y yo pasamos por serias amenazas guerrilleras y por sentencias de muerte enviadas por los extraditables. Así es que sí, siento que es “memorable” esto de poder conversar días enteros con la contraparte y encontrar historias y vacíos que llevaron a los alzados en armas a tomar las decisiones que tomaron. Es “memorable” la capacidad de ambos de sostener la mirada y plantearnos mutuamente nuestros límites, posibilidades y metas. Ellos son ilegales y nosotros no, pero a estas alturas de nuestros muertos e inequidades, la inocencia es un sofisma y la responsabilidad tiene que dejar de ser un jabón resbaladizo.
Han pasado seis meses desde la instalación de la mesa y ambos hemos demostrado que no queremos perdernos en laberintos insalvables; ambos sabemos que indígenas y campesinos —podrían ser sus hermanos— no pueden seguir cayendo en medio del fuego cruzado.
Ni la pobreza ni la falta de oportunidades justifican el uso de las armas como método transformador. Bala es bala y no me consuela si quien dispara es legal o ilegal, analfabeta o doctorado, “raspachín” o terrateniente. Pero ni la vida ni las decisiones surgen por generación espontánea, y ellos están ahí por una cadena de ausencias y errores, ambiciones, injusticias y precariedades. Para comprenderlo (ojo, dije comprender, no justificar) se requieren altas dosis de disrupción y empatía.
Tumaco. Nos tomamos un café y llegan a la mesa de diálogos —como presagio de algo bueno— veinte panelas “La Tumaqueña”, hechas por combatientes en la laguna de Chimbusa. Las partimos en trozos y las compartimos radiantes, como cuando éramos niños y nadie era culpable de nada.
Basta con oírlos genuinamente para entender que detrás de cada alias y de cada foto judicial, en la mira del fusil de mercenarios y caza recompensas que ojalá siempre fracasen, hay un ser humano y una familia que hace años no puede abrazarse.
Para amigos y contradictores, para amores, lectores y maestros, una Navidad bonita, sincera y en paz, y un 2025 del que podamos sentirnos orgullosos. “Pazaporte” volverá el 14 de enero.