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Siempre me han sorprendido las burbujas de jabón. Son tan libres que nadie las puede coger, y tan frágiles que sólo viven unos cuantos segundos; de todos los colores y de ninguno, son agua y saben volar. Mi papá las amaba, y hoy domingo -día en el que envío la columna- mi papá habría cumplido 101 años. Este recuerdo va por ti, porque trabajaste sin parar por la dignidad de las personas más vulnerables, y para que los derechos humanos se convirtieran en realidad.
Bien sabías -y contra ello luchaste toda tu vida- que existen otras burbujas, muy dañinas, construidas por los intereses creados, por los privilegios y los resentimientos, en el perverso intento de mantener el control y no perder las riendas sea cual sea el caballo en el que crean galopar. Burbujas que aíslan y que hacen todo lo posible por mantener distancias, por volverse impenetrables y convertirse en una gran caja fuerte (muchas veces vacía). Triste oficio ése de blindar corazas y corazones como si el mundo se redujera a un puñado de enemigos
Esas burbujas-jaula se tragaron el cuento de “divide y reinarás” y atomizaron la humanidad. ¿Para qué reinar un país o un mundo fragmentado? ¿Qué tienen en la conciencia los dueños de fortunas puestas al servicio de la guerra de turno, del odio de moda y de las grandes quemas de miles de toneladas de trigo y arroz, para controlar los precios y mantener las hambrunas de pueblos devorados por la miseria y las moscas?
No son compatibles con un mundo viable las ecuaciones en las que mientras más rencores y más muertos haya, más crecen las economías particulares y más se empobrecerán la sociedad y el bienestar. Es incomprensible la manía de tantos poderosos -de izquierda y de derecha, progresistas o retrógrados- de aislarse, como si los prójimos fueran virus de smoking o de azadón, y todo y todos fueran o fuéramos una amenaza o los sórdidos estrategas de un complot.
La desconfianza, la paranoia y esa manía de aferrarse a las moléculas de odio como si fueran oxígeno sagrado, no son buenas consejeras ni buenas compañías. El modo pandemia fue una tragedia que nos tocó vivir y morir, pero trasladar esa catástrofe a la cotidianidad del ser, del pensar y del hacer, es adoptar como inevitable el desastre, y eso no genera réditos emocionales, ni económicos, ni sociales. Y claro, hay grados de “burbijismo” … pero, yéndonos a los extremos a ver si nos pellizcamos, después de Hiroshima y de Hitler, de Netanyahu, de Pinochet y Nerón, ya deberíamos haber aprendido que la prepotencia es un vicio unipersonal, de consecuencias horrorosamente masivas.
Aspiro en el 2025 a ser capaz de romper por convicción y jamás a la fuerza, una, siquiera una, una sola burbuja mía o de otros, que hoy le esté generando tristeza y dolor a alguien. Y quizá suene muy naif de mi parte, pero creo que cada uno podría romper una que otra burbuja -insisto, propia o ajena- y decidir con todas las letras, que no cohonestamos con la indiferencia ni con la marginación.
Esta columna se publicará el 17 de diciembre y vuelvo entonces a 1986, cuando las balas de los sicarios del narcotráfico mataron a Guillermo Cano Isaza, el más valiente, respetado y respetable periodista, nieto, hijo y padre de esta casa de El Espectador. Vuelvo a sentir -como esa noche- una mezcla de rabia y nostalgia, de impotencia y desconsuelo, pero también de firmeza y determinación. Cierro los ojos y vuelvo a la puerta de la clínica donde murió Guillermo; y veo a su hermano, con el alma destrozada y los ojos llenos de lágrimas, diciéndome: “Nos lo mataron, ¡pero seguimos adelante!” Y Colombia sabe que así ha sido.