¡Es tan distinto ver la foto de un arcoíris en un calendario, o presenciar cómo se forma la magia de siete colores en medio del cielo! Algo semejante pasa con el hambre y con el miedo, con las heridas y los abrazos. No suenan igual las balas en Tame, que en Instagram; los bombardeos por CNN conmueven, pero en Gaza matan; los noticieros informan, pero la real realidad solo se palpa cuando la propia piel está metida en ella.
Con un monograma en la almohada y un whiskey en las rocas, resulta fácil pontificar sobre los procesos de paz, hablar ex catedra sobre hostigamientos y bombardeos, y preguntar con desdén por qué el gobierno permite que avancen las siete plagas de la violencia. A veces siento que, para algunos, los muertos solo son maniquíes rotos, al otro lado de una vitrina.
Yo invitaría a los “amos de la guerra” a pasar siquiera 24 horas en Caloto, en Tierralta o en el Alto Baudó, y sentir lo que pasa cuando a las cuatro de la tarde los niños y los perros se quedan quietos, las ventanas se cierran y el aire que se respira es el de un pueblo fantasma.
Quizá si se atrevieran a mirar frente a frente a la realidad, comprenderían el valor y la complejidad de un proceso de paz; y por qué es tan necesario abordarlo y vivirlo con altas dosis de convicción, decisión y cariño; por qué es preciso amasar con el corazón y las neuronas una mezcla de humildad y conocimiento, serenidad y exigencia, firmeza y flexibilidad. Y entonces quizá no solo pedirían inteligencia militar, sino inteligencia emocional; entenderían que la paciencia no es resignación, y que es más difícil oír que hablar.
Se blindan puertas, camionetas y ventanas, pero no hemos sabido cómo blindar los procesos de paz (ni los de antes, ni los de ahora). Blindarlos contra el escepticismo y los estigmas, contra las decepciones y la ligereza; protegerlos hasta de ellos mismos, para que no se lastimen y no confundan tropiezo con fracaso. Blindarlos contra el desgaste que producen los opinadores de oficio, y salvarlos de ese nado contracorriente en el que la desconfianza se traga los salvavidas.
La semana pasada -porque así lo acordamos y sentimos que la paz se construye desde los territorios y con la gente- las delegaciones del gobierno nacional y de la Segunda Marquetalia, nos reunimos con más de 300 líderes y lideresas sociales en el municipio de Tumaco. Hablaron gobernadores indígenas y autoridades departamentales; representantes de los ministerios y de los guerrilleros, de los afros, de las mujeres y de las organizaciones comunales.
Al día siguiente, llegaron cerca de siete mil personas al Coliseo del Pueblo. Líderes, indígenas, alcaldes, afros, niños y abuelas; bailarinas, políticos y poetas; pescadores y sacerdotes, chamanes y campesinos. “Me la juego por la paz” cantaron entre himnos y currulaos, con miles de banderas blancas exigiéndonos desde las entrañas del calor y del Pacífico, que saquemos esta historia adelante; que no se vale pararnos de las mesas de negociaciones, porque la paz es un mandato popular, de azadón, bastón y atarraya, un derecho y un deber; y es emoción, templanza y construcción, y es -sobre todo- una urgencia vital que no aguanta más aplazamientos. Nos dejaron muy claro que sí se vale defender las utopías; respaldaron las mesas por la paz y nos exigieron persistir hasta que las balas se queden sin oficio. Hasta que haya más surcos y menos tumbas, más pueblo y menos egos, más Estado y menos ausencia, y carreteras para que se transforme en vida el olvido. Y que en las escuelas ningún otro niño cambie su cuaderno por un fusil, ni su infancia por un duelo.
¡Es tan distinto ver la foto de un arcoíris en un calendario, o presenciar cómo se forma la magia de siete colores en medio del cielo! Algo semejante pasa con el hambre y con el miedo, con las heridas y los abrazos. No suenan igual las balas en Tame, que en Instagram; los bombardeos por CNN conmueven, pero en Gaza matan; los noticieros informan, pero la real realidad solo se palpa cuando la propia piel está metida en ella.
Con un monograma en la almohada y un whiskey en las rocas, resulta fácil pontificar sobre los procesos de paz, hablar ex catedra sobre hostigamientos y bombardeos, y preguntar con desdén por qué el gobierno permite que avancen las siete plagas de la violencia. A veces siento que, para algunos, los muertos solo son maniquíes rotos, al otro lado de una vitrina.
Yo invitaría a los “amos de la guerra” a pasar siquiera 24 horas en Caloto, en Tierralta o en el Alto Baudó, y sentir lo que pasa cuando a las cuatro de la tarde los niños y los perros se quedan quietos, las ventanas se cierran y el aire que se respira es el de un pueblo fantasma.
Quizá si se atrevieran a mirar frente a frente a la realidad, comprenderían el valor y la complejidad de un proceso de paz; y por qué es tan necesario abordarlo y vivirlo con altas dosis de convicción, decisión y cariño; por qué es preciso amasar con el corazón y las neuronas una mezcla de humildad y conocimiento, serenidad y exigencia, firmeza y flexibilidad. Y entonces quizá no solo pedirían inteligencia militar, sino inteligencia emocional; entenderían que la paciencia no es resignación, y que es más difícil oír que hablar.
Se blindan puertas, camionetas y ventanas, pero no hemos sabido cómo blindar los procesos de paz (ni los de antes, ni los de ahora). Blindarlos contra el escepticismo y los estigmas, contra las decepciones y la ligereza; protegerlos hasta de ellos mismos, para que no se lastimen y no confundan tropiezo con fracaso. Blindarlos contra el desgaste que producen los opinadores de oficio, y salvarlos de ese nado contracorriente en el que la desconfianza se traga los salvavidas.
La semana pasada -porque así lo acordamos y sentimos que la paz se construye desde los territorios y con la gente- las delegaciones del gobierno nacional y de la Segunda Marquetalia, nos reunimos con más de 300 líderes y lideresas sociales en el municipio de Tumaco. Hablaron gobernadores indígenas y autoridades departamentales; representantes de los ministerios y de los guerrilleros, de los afros, de las mujeres y de las organizaciones comunales.
Al día siguiente, llegaron cerca de siete mil personas al Coliseo del Pueblo. Líderes, indígenas, alcaldes, afros, niños y abuelas; bailarinas, políticos y poetas; pescadores y sacerdotes, chamanes y campesinos. “Me la juego por la paz” cantaron entre himnos y currulaos, con miles de banderas blancas exigiéndonos desde las entrañas del calor y del Pacífico, que saquemos esta historia adelante; que no se vale pararnos de las mesas de negociaciones, porque la paz es un mandato popular, de azadón, bastón y atarraya, un derecho y un deber; y es emoción, templanza y construcción, y es -sobre todo- una urgencia vital que no aguanta más aplazamientos. Nos dejaron muy claro que sí se vale defender las utopías; respaldaron las mesas por la paz y nos exigieron persistir hasta que las balas se queden sin oficio. Hasta que haya más surcos y menos tumbas, más pueblo y menos egos, más Estado y menos ausencia, y carreteras para que se transforme en vida el olvido. Y que en las escuelas ningún otro niño cambie su cuaderno por un fusil, ni su infancia por un duelo.