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Empiezo un vuelo largo y el sistema de entretenimiento no funciona. No hay películas, las nubes están mudas y mi vecino inmerso en unos audífonos enormes, como si el piloto fuera él.
Doy gracias por mi celular con música y 26 letras que me permiten escribir. Doy gracias porque hace 24 horas, en un apartamento ubicado en uno de los barrios de inmigrantes del centro de Santiago, sentí cómo late la vida cuando vuelve a comenzar.
“¡Gloria, por aquí!”, me dicen desde el balcón. Subo nueve pisos y de repente estoy ahí, con una copa de vino tinto en la mano y siete nuevos amigos en la mesa. Hablamos con emoción por llegar a la próxima historia, a la próxima palabra… hay tantas cosas por contar, tantos recuerdos por recuperar y otros tantos por construir. Brindamos por esta nueva fraternidad, nos brillan los ojos mientras el otoño incipiente y un mantel de rayas nos ayudan a construir confianza.
Llevamos cuatro años leyendo y escribiendo sobre exilio, paz y política, pero nunca nos habíamos dado un abrazo de verdad. Por fin nos encontramos, manos que muelen café y han molido tristezas inimaginables, cuerpos que huyeron a medianoche porque los fusiles matan al día siguiente del segundo aviso.
Ellos han construido su mundo a miles de kilómetros del lugar donde nacieron. Por su pasado desfilan, como en un escenario de sombras y tiempos sin tiempo, el valor y el dolor, desplazamientos, abuelos asesinados y las amenazas que los arrancaron de sus hermanos de sangre y de pueblo. Legalmente catalogados como víctimas del conflicto armado colombiano, aprendieron a reír con otro acento, a comer otros panes y ejercer nuevos oficios. Los une la solidaridad que crece en la distancia y hay un montón de esfuerzo detrás de cada logro. Tienen miles de preguntas sin respuesta: la vida es imperfecta, las verdades son parciales y las historias dejan huellas distintas en cada uno, en cada una.
Ellos y ellas volvieron a empezar en Chile, uno de los países que les abrió la puerta cuando el nuestro casi les cierra la vida. En Colombia la guerra está dando portazos desde hace más de medio siglo; por eso ni siquiera sabemos cuántos colombianos han tenido que salir de su tierra —de la nuestra— con las manos tristes pero vivas, cargando las fotografías de sus muertos y un pasaje para cultivar en otra parte su apego a la vida.
Chile también ha tenido que reconstruirse. Basta entrar al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos para confirmar en cientos de imágenes y testimonios que una dictadura es una desgracia y que las torturas son sinónimo de infamia, maldad y degradación. Nadie —bajo ningún motivo, amparo ni pretexto— tiene el derecho de arrebatarle a otro ser humano las tres luces que siempre deberían iluminar el mundo: vida, dignidad y libertad.
Los exiliados están vivos casi de milagro y porque alcanzaron a correr más rápido que la violencia. Trabajan en hospitales y universidades, en fábricas y fundaciones, en cocinas, teatros y oficinas. Las suyas son manos de ambientalistas, de niños y periodistas, manos de maestros y artistas. Manos vivas, visibles o invisibles, poderosas en medio de la vulnerabilidad, consideradas y valientes. Manos dignas, llenas de ternura y cicatrices. Manos estudiosas, manos madres, manos hijas, manos cuarteadas, mezcla de nostalgia y fortaleza, que jamás se darán por vencidas.
Mi papá murió hace cinco años. En su memoria, a 38.000 pies de altura voy oyendo Las cuatro estaciones. Son las 7:22 de una noche suspendida en el cielo y los rayos del sol entran en un silencio anaranjado por la ventanilla del avión.